El arte del KO
Lamont ‘U-God’ Hawkins, miembro del colectivo Wu-Tang Clan, reúne en un volumen sus memorias como traficante de drogas y como rapero
"Éramos demasiado jóvenes para saber que éramos parte de los desfavorecidos”, escribe Lamont Hawkins. Pero lo eran: nueve camellos de poca (o no tan poca) monta que consiguieron salir del hoyo y convertirse en una especie de Rolling Stones del hip-hop. En carne viva. Mi viaje con el Wu-Tang Clan son las memorias del rapero, apodado U-God, aunque sirven para narrar también la historia del Baby Crash, o generación de niños nacidos en la miseria en el último cuarto de siglo XX.
El escenario es Staten Island, el quinto y siempre olvidado distrito metropolitano Nueva York. Desde ahí se ve bien la Estatua de la Libertad. Es donde vive el joven Hawkins, hijo de una mujer que nunca aparece porque siempre está trabajando, y de un padre violador al que nunca conoció. El momento, los años ochenta. Pocas expectativas para un chico como él, que creció prácticamente solo en un bloque de viviendas de protección oficial —categoría a la que en realidad le sobran las dos últimas palabras— en tiempos de recortes sociales, violencia policial, alta tensión racial. Una esquina espera al joven, que con tan solo 14 años la ocupa como un soldado más porque “poco más se puede hacer allí para alimentarse y vestirse”. Además ha llegado una nueva droga llamada crack, y requiere de un ejército de aspirantes a gran traficante.
En esta crónica sobre la dureza de la vida en las calles de Nueva York, el autor reivindica la música como vía de escape
Él lo logró, y en estas memorias lo cuenta: la amoralidad capitalista del dealer consiste en comprar por la mitad y vender por el doble, caiga quien caiga. En ese transcurso el mundo se cae a pedazos, cada día un poco más, en un discurrir de palizas, balaceras y asesinato. El único arte es el arte del KO: levantarse y golpear a tu enemigo más fuerte. Pero aquí David lucha siempre contra otro David; Goliat nunca aparece. La vida infernal de U-God encuentra un débil equilibrio en las “lecciones del 5%”, un dogma que enseña a sus fieles que todo en esta existencia proviene de un ejército de israelíes bíblicos negros: ese es el Hombre Original, el padre de la civilización. El resto de la humanidad se reparte según estas proporciones: otro 85% son “las masas sordas, estúpidas y ciegas”, y el 10% restante, “quienes esclavizan y les chupan la sangre a las masas pobres: los curas y los políticos”.
A velocidad de vértigo transcurren esos años ochenta; extraviados en un mundo de hampa y droga del que, como sucede con la flor de loto que nace en el agua estancada, surge inesperadamente la vigorosa poesía del rap. Quien más claro lo ve es uno de los secuaces de U-God, un tipo más listo, menos violento y dueño de una grabadora de cuatro pistas. Le apodan RZA. Él es quien aterriza esa Matemática Suprema del 5%, y la sintetiza con un imaginario de citas de Sun Tzu y el Bushido, máximas del I Ching y estrategias de liderazgo. En las fiestas neoyorquinas de Union Square —donde aún suena la banda sonora de Wild Style y los discos de New Edition, Doug E Fresh, Eric B & Rakim, Run DMC y Public Enemy— comienzan a pincharse las primeras canciones de RZA, U-God y sus otros siete amigos, todos ellos camorristas con alias de sonoridad mafiosas: Ghostface Killah, Method Man, Ol’ Dirty Bastard, GZA, Raekwon... El nombre de la pandilla es el acrónimo de Witty Unpredictable Talent and Natural Game: “Talento Ocurrente, Impredecible y Estilo Nato”. Ha nacido el Wu-Tang Clan.
Y funciona. Corre la voz como la pólvora. Consiguen un coche y ahí van, juntos o repartidos en comandos itinerantes, a actuar por radios y universidades de todo el país. En directo. Sin glamour. Como una banda de rock. Con esa fiereza. Parecen invencibles. ¿Abandonan entonces sus pistolas niqueladas del calibre 32? Nunca del todo. De hecho, los arranques de la banda coinciden con la época carcelaria más intensa de U-God. La primera mitad de estas memorias son las de un traficante de drogas aficionado a las rimas; la segunda mitad, las de un rapero que nunca llega a despegarse de un pasado atroz y violento. Sirven una y otra de yin y yang de la leyenda de la banda.
¿Es esta una nueva crónica sobre la dureza de la vida en las calles? Sí: cruda y real. ¿Es un relato en el que el superviviente termina aleccionando a los chicos sobre los errores que no hay que repetir? No, por cierto: U-God solo se preocupa de dejar a los jóvenes el mensaje de que: “El juego de la droga es para que te metas en él y, si quieres encontrar una salida hacia otro tipo de negocio, inviertas ahí tu dinero y te largas. Así de sencillo”. ¿Reivindica, al menos, la música como vía de escape? Obviamente: ellos cambiaron sus vidas miserables por abrigos de vellón, viajaron por el ancho mundo y vendieron 40 millones de copias de sus siete álbumes… antes de acabar peleados por ego y dólares. Esta fue y es, al fin y al cabo, y como cuenta su cronista —eficazmente traducido por Milo Krmpotic—, la historia de “unos trapicheadores callejeros que se esforzaron y que lograron el éxito”. Una historia que no termina bien pero que acaba mucho mejor de lo que empezó.
En carne viva. Mi viaje con el Wu-Tang Clan. Lamont U-God Hawkins. Traducción de Milo J. Krmpotic. Sexto Piso, 2018. 238 páginas. 24,9 euros.
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