Humos de otoño
Dice Javier Marías que si no fumara no podría escribir
1. Canutos
Llámenme frívolo, decadente, irresponsable, vicetiple, ornitorrinco, lo que les pete. Pero desde aquí quiero declarar sin subterfugios ni hipocresías que mi generación fue la primera en reivindicar la marihuana para uso terapéutico. Si no, ¿qué sentido tenían aquellas humeantes sesiones en las que nos reuníamos para compartir el cannabis conseguido de extranjis (o cultivado exiguamente en macetas y terrazas) mientras escuchábamos no las coplas de Franco, o de Fraga, o de toda aquella execrable y casposa antigüedad, sino el rock progresivo o sinfónico de King Crimson, Jethro Tull o Pink Floyd que nos hacía subir hasta las nubes? Entonces empleábamos el psicotrópico natural como paliativo de la grisura y el muermo, lo que no impedía que siguiéramos dándonos cuenta de quién era “el enemigo principal”, y esquivando en las manis los abusos del brazo emporrado (y no de porros, sino de porras) del régimen moribundo. Conviene declararlo ahora que, al otro lado del charco, Uruguay y Canadá enarbolan la bandera de la legalización del cannabis para uso “recreativo y terapéutico”, y cuando los dos partidos más nuevos (el morado y el naranja) de nuestro arco parlamentario comienzan también a reivindicarlo en voz alta. Y no es que uno piense que los líderes de los demás grupos no se han fumado nunca un canuto (aunque, la verdad, cuesta menos imaginarse dándole al peta a Pablo Iglesias, Begoña Villacís o al señor Rufián que a Ana Pastor, José Bono o Joan Tardà), pero en esto de la terapia psicotrópico-recreativa hay sin duda un componente generacional. Incluso Esther Colera (sin tilde), mi confidente en las cloacas del Estado, me asegura que hasta la dama que ocupa el segundo lugar en el escalafón del Estado podría haber probado el humo estupefaciente y dulzón en su vida anterior, pero no quiero dar mucho crédito al soplo, que hay mucha gente mala. Sea como fuere, me ofrezco para encabezar una lista informal de postulantes para que concedan el Premio Nobel de la Paz a José Mujica, bajo cuya presidencia (2010-2015) se promulgó en Uruguay una primera ley de despenalización del mercado del cannabis. En cuanto a la posibilidad de que en España se legalice el consumo de marihuana, solo me queda añadir, como apunta el astuto Iglesias como argumento de autoridad, que tal eventualidad supondría una enorme fuente de ingresos para las arcas del Estado. Es más, yo permitiría que hasta se pudiera fumar porros en el Congreso: otro gallo nos cantara.
2. Cigarrillos
Viajo de un humo a otro y leo en el blog de The Paris Review una interesante entrevista (telefónica) de Michael LaPointe con Javier Marías en la que, bajo una foto del novelista fumando compulsivamente (con los carrillos tensos de aspirar con fuerza) uno de sus cigarrillos ultralights, el autor de Berta Isla (que se publica estos días en EE UU en traducción de Margaret Jull Costa) confiesa que si no fumara no podría escribir (sus editores deberían tenerlo en cuenta y fomentar su rentable vicio con el constante envío de cartones). Y no tanto porque necesite aspirar nicotina para estimular su imaginación, sino porque precisa sentir el cigarrillo entre los dedos: “Los cigarrillos que fumo mientras escribo son probablemente los que fumo menos: se consumen en mi mano más que en mi boca o mis pulmones”. E ilustra la fuerza de su humeante manía con una anécdota que me causa escalofríos: hace no mucho declinó la invitación a pasar algunas semanas impartiendo charlas en las prestigiosas Weidenfeld Lectures de la Universidad de Oxford porque averiguó que allí no se podía fumar bajo techo, una decisión que confiere otra dimensión al adjetivo “empedernido”. Por cierto que estos días está llegando a las librerías Historia de una demencia colectiva (Reino de Redonda), un relato histórico con mucho de parábola, en el que Friedrich Reck-Malleczewen (autor del impresionante alegato antinazi Diario de un hombre desesperado, increíblemente inédito en España) describe el régimen de terror e intransigencia religiosa y moral impuesto por el anabaptista Jan van Leyden en Münster durante 1534 y 1535.
3. Otra más
Todavía conservo un diccionario de bolsillo Espagnol-Français, Français-Espagnol de Éditions Garnier, que mi padre adquirió para mí en la Librería Francesa de Henri Avellan, situada en la calle de Duque de Sesto, muy cerca de mi casa de entonces: fue mi primer libro en aquella lengua, de la que había algunos otros en la pequeña biblioteca familiar. Recuerdo a mi padre conversando en un envidiable francés con Monsieur Avellan, a mis ojos de niño un hombre robusto, calvo y circunspecto que vestía americanas de tweed y corbatas primorosamente anudadas, y que se ocupaba de la tarea de importar y vender libros franceses. Y, aunque no traía todos los que hubiera deseado —la censura era feroz—, de vez en cuando se colaba alguno de Camus o de Sartre o de Gide, que duraba muy poco en las estanterías. La librería, que ha estado allí desde 1952 —¡66 años!, un auténtico récord—, tiene los días contados. La agente Virginia López Ballesteros me dio el soplo de que iban a cerrar a finales de octubre y de que todo estaba en liquidación, de modo que me decidí a hacerles una visita. Y encontré muchas cosas: tomos de La Pléiade, libros de la colección Blanche de Gallimard, “bolsillos” muy apetecibles, cuadernos milimetrados muy del gusto francés. Y había también bastantes clientes: muchos más, atraídos por el descuento, de los que frecuentaban la librería habitualmente. Pregunté a una de las libreras por las razones del cierre de aquel pequeño templo de mi infancia, que había resistido a cambios de propietario e incluso de nombre. De todas las explicaciones que me dio, me quedé con una que resumía casi todo: “Amazon ha hecho mucho daño”. Otra más; y seguimos contando.
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