Patas de cabra
Carlos Garaicoa, siempre en busca de materiales nuevos, muestra en Madrid fotografías, esculturas y una instalación
Qué curiosa es la vida de algunos artistas, se parece a la de las estrellas, una vez han condensado suficiente masa, explotan y desaparecen. La humanidad surgió de ese polvo y desaparecerá con él porque así es la implacable regla del universo. El brillo del cielo es un crepúsculo infinito hecho de bombas nucleares: son esos artistas que avanzan y avanzan sin mirar atrás porque no hay vía de retorno, tanta es su energía, su prisa. El tiempo corre y el camino tendrá que acabar también.
La obra de Carlos Garaicoa (La Habana, 1967) resuena como si el aire a su alrededor fuera de vidrio. Se necesita un sol potente para expulsarlo de su propia órbita, un fogonazo que lo ciegue del todo. Mientras tanto, su éxtasis nos llega desde una bienal, una documenta, una galería. Es algo vertiginoso, como un escalofrío que atraviesa al que lo mira. La factura de cada uno de sus trabajos es tan perfecta, el error tan improbable, que no cabe réplica. Sus arquitecturas son matemáticas encapsuladas, caras de un diamante en una urna rodeada por un extraordinario silencio. La imagen acorazada del éxito.
La factura de sus trabajos es tan perfecta, el error tan improbable, que no cabe réplica
Hasta aquí, la muerte de la estrella. Ocurrió más o menos hace dos lustros, pero poco a poco nos van llegando sus destellos. Ahora, en Elba Benítez están sus fotografías, esculturas y una instalación con el tema recurrente de la ciudad atravesada por la ideología: la ciudad soñada y odiada, la ciudad fantasma o, simplemente, la ruina.
La única figura humana que aparece en sus trabajos está ausente: es él mismo, en su estudio-observatorio, que comparte con arquitectos, diseñadores, matemáticos e informáticos. Una vez surge la idea, se pone en marcha el mecanismo de producción de lo que acabará siendo una ciudad en miniatura colocada sobre una mesa, un díptico formado por una fotografía, de un edificio o de una valla publicitaria, y un dibujo. Cada obra firmada por él es el resultado de un complejo proceso realizado con las técnicas más innovadoras, un birlibirloque high-tech del que resultan sofisticadas maquetas grabadas con láser en cristal en 3D, fotografías y cerámicas impresas digitalmente sobre poliestireno, madera, cerámica y tapices. A ello se suma su insaciable búsqueda por el material nuevo, patas de cabra, algo que nadie haya hecho antes.
Es en ese momento aurático cuando corremos el riesgo de que nos asalte la nostalgia de las viejas fotografías que el artista tomó allá por los noventa en su Habana natal. Al recordar aquellos primeros años de flujo juvenil y escasez, sus diamantinos edificios de hoy dejan de ser un campo libre de invención formal para acabar pareciéndonos una cárcel.
Las fotografías impresas sobre hueso animal son las de un artista diferente a aquel que encontraba placer en sus bobadas de principiante, cuando fotografiaba las fachadas de los cines y hoteles, numerados, seriados por el poder, y entonces colocaba esas imágenes sobre aquellos mismos muros pensando en el hombre y la mujer cubanos, cómo se relacionaban con sus propias ruinas, cómo leían las ficciones de un cuentista que hablaba de La Habana fascinante, de la ciudad centinela.
La única figura humana que aparece en sus trabajos está ausente: es él mismo
Aquel lenguaje inmediato estaba también en los objetos sustraídos de la propia ciudad, capiteles y trozos de pared colocados cuidadosamente sobre una tierra rastrillada, como un jardín zen, en la recreación de un bar de estrellas de cine o en la maqueta de una ciudad hecha con bombillas y pomos de puertas, farolillos y velas. En aquella cáscara de nuez el artista navegó por la infinitud de las ciudades donde vivió, “cuando el deseo —según él mismo decía— se parecía a nada”.
Desde hace más de una década, Carlos Garaicoa reparte su tiempo entre su estudio de Madrid y La Habana. Es una estrella fulgurante en el mismo cielo que ilumina los sórdidos espacios del arte. Brilla tanto que ya fue.
Birlibirloque. Carlos Garaicoa. Galería Elba Benítez. Madrid. Hasta el 1 de noviembre.
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