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Vicente Verdú, poeta

El poeta nos dejó con su último libro mucho más que un ejercicio retórico, nos dejó una guía para afrontar la muerte

Manuel Rico
Verdú, en febrero en la presentación de su último poemario.
Verdú, en febrero en la presentación de su último poemario.CLAUDIO ÁLVAREZ

Vicente Verdú, fallecido el pasado 21 de agosto, publicó muy poca poesía. En ese género cabe situar su primer libro, aparecido en 1971 y cuestionado por la censura; un libro atípico, hijo de la época y lindante con la psicodelia cuyo título fue inspirado por un verso de Manuel Vázquez Montalbán, Si usted no hace regalos, le asesinarán, y muchos años después, un breve poemario, Poleo menta, escrito a finales de los años sesenta pero publicado en 1990. Dos libros muy especiales, atípicos en su vasta bibliografía esencialmente ensayística, que preludiaban el perturbador La muerte, el amor y la menta (Bartleby, 2018).

Vista en perspectiva, la primera tentativa poética de Verdú mostraba algunos de los mimbres que, a lo largo de su trayectoria, darían cuerpo a su ingente labor en prosa: la evolución de nuestras sociedades, la iconografía de la modernidad dando sentido a los cambios vividos en el ámbito cultural por su generación. No es casual, por ello, que el verso “prestado” por Vázquez Montalbán para el título formara parte del poema ‘Variaciones sobre un 10% de descuento’, a su vez integrado en el capítulo que cierra Una educación sentimental titulado ‘Liquidación de restos de serie’. Pero esa preocupación pasaría a sus ensayos, dejando la lírica para obsesiones más íntimas: quizá por ello, en la poesía posterior de Verdú surgiría una verdad honda, radical. Una verdad que se afila y afirma en los poemas de La muerte, el amor y la menta.

Portada del último poemario de Verdú.
Portada del último poemario de Verdú.

La poesía como río subterráneo, hermanado con su muy sólida obra plástica, y como espacio de reflexión sobre las experiencias más contundentes de la vida: el amor, la muerte, la felicidad. La poesía como depuración extrema de su relación con el mundo, con los otros y, sobre todo, consigo mismo, con sus miedos, con sus gozos y con sus incertidumbres. Novísimo por edad pero (a diferencia de todos ellos) volcado sobre todo en la prosa, en el ensayo, proyectó su pasión poética en su mayor grado de intensidad en su último libro, escrito cabalgando el caballo indomable de un cáncer y tanteando las sombras que en tiempo de enfermedad extiende la muerte sobre la cotidianidad más prosaica.

Leí el manuscrito a principios de 2017 a sugerencia de la agente literaria Ángeles Martín y durante varias semanas buena parte de las imágenes que Vicente iluminaba (es un decir) me tuvieron realmente inquieto, casi conmocionado. Sabía de su grave enfermedad y advertía en ellas una suerte de diálogo con la vida estableciendo algo parecido a un balance y dibujando a la vez, sin angustia y con serenidad, los contornos del abismo. El poeta tenía conciencia de estar ante su último libro: leer La muerte, el amor y la menta es acceder a espacios imaginarios, casi oníricos, pero profundamente arraigados en la realidad. El de la memoria, el de las sensaciones que el autor fue acumulando en relación con la felicidad en la edad de la inocencia, con el tiempo de la juventud en su contraste con el presente y con el agujero negro del futuro. El del amor, convertido en tierra de recapitulación, en lugar contradictorio, inseguro y seguro a la vez pero esencial para la vida: “El amor solo sabe de sí / al hospedarse en el otro. / Pero si fuera mucho más fácil amar / nos querríamos todos como bestias”. El del pensamiento y, hasta cierto punto, el de la filosofía, un hilo que recorre el libro de principio a fin. Preguntarse por la vida (“Qué cosa pasajera es”), por los límites del sueño, por las dudas que alientan en toda relación amorosa, por la belleza y su difícil concreción, por el lenguaje y sus capacidades, por el miedo, por el valor de las pequeñas cosas que definen la cotidianidad (“El deber / de atarse los zapatos cada día”), por la culpa y sus secuelas: “Me arrepiento de no haber dado más de mí”, escribió Vicente.

Sin duda, los dos conceptos que acaban por determinar el clima del libro dándole una vibración existencial cargada de belleza y de fatalidad son el de la enfermedad, dominado por conceptos aprendidos en la relación con los médicos, con el hospital, con el nombre y los efectos de ciertas medicinas, y el de su derivada, la muerte. Verdú reflexiona sobre el vacío, sobre el final entrevisto en los otros (“¿Tu muerte? / Dejo de verte unos momentos y has muerto”, escribe). El desconcierto ante esa posibilidad concebida como “ese raro abismo de la defunción”, un pasaje al vacío casi inverosímil, en todo caso promotor de una perplejidad ilimitada.

Pocas veces la poesía actúa como medio de enfrentamiento a una experiencia límite desde su propio corazón, desde la matriz de lo vivido. Vicente Verdú, que en la presentación del libro en Madrid el pasado febrero se encargó de subrayar la importancia de la poesía en su catálogo de preocupaciones estéticas y en relación con su pintura, nos dejó con su último poemario mucho más que un ejercicio retórico: una guía para afrontar la muerte. “Que la vida iba en serio / uno lo empieza a comprender más tarde”, escribió Gil de Biedma. Verdú lo supo y lo comprendió. La vida iba en serio. Por eso tal vez se aprestó a interpretarla a través del poema en el momento más difícil de la existencia. Todo un poeta. Con mayúscula.

Manuel Rico es narrador, poeta y crítico literario. Es director de la colección de poesía de Bartleby Editores, en la que publicó Vicente Verdú.

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