El Taj Mahal de la socialdemocracia
La imponente Ópera de Oslo es el reflejo de una sociedad transparente, implicada y cívica
Una de las últimas novelas de Jo Nesbo, La sed, trepidante, tramposa, acongojante, alude a la Ópera de Oslo para definirla en su acepción más convencional, un iceberg, y en una perspectiva tan original como "el Taj Mahal de la socialdemocracia".
No es tan popular como el templo indio la obra que concibió el estudio noruego Snohetta hace ahora una década, pero irá adquiriendo notoriedad con el paso de los años. Por la originalidad. Por la estética. Y porque el matiz socialdemócrata implica una asombrosa integración y capacidad gravitatoria en la vida pública.
Puede visitarse a cualquier hora. Está permitido recorrer su techumbre. Permanecen abiertos sus servicios y sus vestíbulos a semejanza de una plaza pública. Aloja una cafetería y una tienda. Y las pendientes del edficio que desembocan en el mar otorgan un sentido lúdico y hedonista al iceberg, de forma que la Ópera de Oslo tanto refleja el urbanismo vanguardista de la capital noruega como expresa el compromiso cultural del “emirato” escandinavo.
Viene a cuento mencionar la exageración del emirato en las tierras del norte y del hielo porque la gran anomalía de Noruega consiste precisamente en su riqueza petrolífera. Se descubrió hace medio siglo la dicha energética en los aledaños de Stavanger. Y representa una bolsa de prosperidad que financia el estado social y las pensiones del mismo modo que responde a una ética protestante del pudor, la responsabilidad y la confianza.
Está muy bien aspirar desde España a convertirnos en escandinavos.Y a extrapolar en la picaresca mediterránea la sociedad de la transparencia, si no fuera porque la mutación requiere un cambio de mentalidad y de idiosincrasia a la medida de una lobotomía estructural. Más todavía cuando en Celtiberia pensamos que la corrupción es un problema estrictamente político y cuando sostenemos en el recodo del bar que la crisis proviene de exclusivamente de la negligencia de nuestros gobernantes.
La consecuente posición victimista nos aleja del sueño de Dinamarca o de Noruega, entre cuyos atributos, más allá del civismo y de la sociedad de la confianza, destaca haberse convertido en los países del mundo más transparentes respecto a la gestión política, el aseo funcionarial, la pulcritud del dinero público y los antídotos a la corrupción.
No puede emularse el modelo económico de Noruega sin el petróleo de Noruega, como no puede mencionarse Dinamarca ignorando el régimen fiscal -del 37% al 53%- y el presupuesto de gasto público que suponen las alternativas al despido flexible, incluidos los subsidios y los cursos de formación. Que se realizan sin la picaresca antropológica de los casos y de los “eres” españoles.
La sociedad danesa, como la noruega, ha aislado el problema de la evasión fiscal, de tal forma que el Estado y los ciudadanos mantienen una relación honesta en la que adquiere sentido la meritocracia y en la que se ha desfigurado el abusivo asistencialismo. Todo se paga con tarjeta de crédito. Y no por elitismo, sino como remedio a la economía sumergida.
Hace uno estas reflexiones después de haber visitado Oslo. Y después de haber visto entre las paredes del Taj Mahal socialdemócrata el mayor mito moderno de la cultura meridional. O el más representativo en sus pulsiones destructiva y creativa. Me refiero a Don Juan. O a Don Giovanni, pues tuve la fortuna de asistir al montaje que han concebido Richard Jones y el maestro Enrique Mazzola derivando la ópera de Mozart a la dimensión criminal del protagonista.
No hay dudas al respecto para los espectadores porque el rostro del libertino figura en el prosaísmo de un cartel policial: Wanted. Y porque Jones lo traslada a un feísta y degradado ambiente balcánico contemporáneo, una percepción radical que subordina la ambigüedad del dramma giocoso y que resuelve con cierto ventajismo la culpabilidad del depravado tronchamozas.
No comparto semejante perspectiva. Podríamos endosarle a Don Giovanni la violación de Donna Anna y la muerte del Comendador nada más iniciarse la ópera, pero estas conclusiones criminales son tan discutibles como el estereotipo del violador-asesino. Le parece a uno que Don Giovanni es un vividor en el sentido más extremo del concepto. Un hedonista. Un tipo tan incómodo para la sociedad como coherente. Un sujeto que lleva las convenciones y las hipocresías sociales al límite. Un provocador que prefiere morir antes que someterse, y que contiene un calor abrasador al que no son capaces de sustraerse sus "víctimas".
La versión de Richard Jones es eficaz y despectiva. Pero me interesa más la lectura musical de Mazzola, no tanto por la contribución de un reparto desigual y competente como por el calor y la intensidad que el maestro italo-español (o hispano-italiano) incorpora al vientre del iceberg en el foso incandescente de la Ópera de Oslo.
No deja de ser curioso que el símbolo de la cultura noruega haya sido ocupado por un invasor del imaginario mediterráneo. Y que Don Giovanni haya llegado a Oslo con el aspecto de un matón balcánico para incorporar a su catálogo a las hijas de Odín. Se busca.
Babelia
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