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ida y vuelta
Columna
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Feriantes de los libros

En otros países se protegen las bibliotecas. En España se incentiva con dinero público la compra de coches, no la de libros

Antonio Muñoz Molina
Última edición de la Feria del Libro de Madrid.
Última edición de la Feria del Libro de Madrid.samuel sánchez

Aquí vuelven, unos y otros, todos los años, volvemos, en vísperas del verano, como volvían los feriantes a mi ciudad natal hacia finales de septiembre, con aquellos cargamentos ambulantes que instalaban en descampados de las afueras y de los que iban alzándose todo tipo de construcciones fantásticas: norias, casetas de tiro, tiendas de circo, la gran barraca pecadora del Teatro Chino Manolita Chen, con sus telones a todo color de opulentas vedetes en tacones de plataforma y biquinis. Aquí vuelven a finales de mayo, con la constancia de los fenómenos estacionales, al mismo tiempo que vuelven a Madrid los atardeceres de tormenta y los diluvios tropicales, los copos de flores blancas de los castaños, los vilanos en el aire, el polen flotante y los ataques de alergia. Vuelven a alzarse las casetas en el paseo central del Retiro con su trajín de carpinterías de ciudad provisional, de ciudad precaria y un poco selvática entre las arboledas en que esta época, gracias a la lluvia, cobran un verdor deslumbrante. La Feria del Libro del Retiro trae consigo una proliferación botánica de hojas impresas de papel y hojas de árboles bien regadas de savia, y como el papel de los libros al fin y al cabo tiene también un origen arbóreo su olor tan atractivo para el aficionado conserva un rastro de madera y resina, más incitante todavía cuando se mezcla en un cóctel perfecto al olor de la tinta.

Hará unos 10 o 15 años, en Estados Unidos, se difundió una expresión despectiva y sarcástica para denominar a los adictos al papel impreso, fuera el de los periódicos o el de los libros. Los llamaban, nos llamaban, Dead Tree People, la gente del árbol muerto, como los practicantes de un culto residual, patéticos en su anacronismo, como una tribu aislada perdida en la región desértica de un pasado deplorable. Había de pronto como una ansiedad de profecías apocalípticas, una prisa por certificar el final del libro impreso y en gran parte también de la lectura. Una moda puede ser más destructiva que una ideología, que una religión. Una moda suscita unanimidades más apasionadas que una causa justa, que una verdadera innovación provechosa. A la moda del papanatismo de lo tecnológico se sumaron calamitosamente la llegada de la crisis de 2008 y el ascenso impune de la piratería, que beneficiaba sobre todo a las empresas tecnológicas más poderosas del mundo, pero que despertaba, no se sabe por qué, el entusiasmo de una izquierda convencida de que la ignorancia es una gran palanca de igualdad. De la derecha ni hablo, porque la derecha en España solo se ha preocupado de los libros para prohibirlos o quemarlos.

Cada año, contra viento y marea, contra los augurios, contra la brutalidad oficial, contra la crisis, contra las tormentas, la feria ha seguido volviendo al Retiro

Pareció que estaba derrumbándose todo. Quién iba a gastar dinero en un libro cuando podía conseguir gratis 500 o 1.000 o 2.000 al comprarse un lector electrónico, o bajárselos —robarlos— con toda comodidad y sin ningún peligro. Quién iba a leer en papel pudiendo hacerlo en una pantalla, hasta en la del teléfono. En países civilizados se reforzaban las ayudas a las librerías y a la edición, y se protegían las bibliotecas públicas. En España muchas bibliotecas simplemente dejaron de comprar libros y cancelaron las suscripciones a las revistas culturales. En España se incentivan con dinero público las compras de coches, pero no las de libros.

Y mientras tanto, cada año, contra viento y marea, contra los augurios, contra la brutalidad oficial, contra la crisis, contra las tormentas, la feria ha seguido volviendo al Retiro. Los mismos reporteros culturales que hace 10 o 15 años inventaban titulares sobre el final inminente del libro de papel y de la lectura ahora los inventan sobre su perduración. Siempre decepciona que no se cumpla la profecía de un desastre. El lector electrónico no ha acabado con el libro impreso del mismo modo que la televisión no acabó con la radio, en contra de las profecías ya olvidadas de los expertos de otra época, ni el cine con el teatro. Algo que yo observaba en los momentos de más éxito aparente de las profecías era la afición a los libros tangibles que notaba en muchos jóvenes ya educados en la normalidad digital. La renovación en los diseños y en las tipografías que hemos visto en estos últimos años, la irrupción de nuevas editoriales visualmente innovadoras, descubridoras de rarezas literarias, la ha traído sin duda una generación que reivindica el libro no como un legado de la nostalgia sino como una novedad incesante, por usar las palabras de Pedro Salinas.

De modo que allí seguimos todos, cada año, en una especie de plebiscito cotidiano y festivo, en la curiosidad de la lectura y la holganza del paseo por el parque, a lo largo de las filas de casetas como de tómbola modesta y tiro al blanco sin peligro, en la fraternidad plebeya de la literatura, en el pluralismo de su ciudadanía, que admite a todo el mundo, toda la variedad de los mundos y las voces que caben en los libros. Ahora hay quien se escandaliza porque youtubers o instagramers o influencers o estrellas de la televisión congreguen las filas más largas de lectores en espera de una firma. Hay gente para todo. Siempre la ha habido. Y por lo tanto también hay libros para cada uno. Y los libros que venden mucho han permitido siempre editar a los que venden poco. Caminar una mañana entre tantas casetas, tantos libros, tantos lectores posibles, ya es una inmersión en la lectura, un incentivo para el descubrimiento. Decía Borges que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro. Cualquiera puede también encontrar esa aguja en un pajar que es el libro raro y desconocido que cambia su vida, o que lo vuelve lúcido y feliz durante unas horas.

En la feria uno observa de cerca la demografía misteriosa de los lectores, que suelen ser lectoras en seis de cada diez casos, más o menos. En la feria vienen los lectores que tienen tu misma edad y se han ido educando al mismo tiempo que tú, y te acompañan desde los primeros libros, y también muchos que ni siquiera habían nacido cuando los libros se escribían. Alguno trae con emoción un ejemplar antiguo que encontró dedicado en la biblioteca de un padre o una madre muertos. En el libro están las palabras escritas, y también el roce de las manos que lo leyeron y lo guardaron, y los días en los que se leyó, y una parte de la vida del que se lo lleva recién firmado, hojeándolo con impaciencia entre la gente de la feria.

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