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El artificio como forma de huida

David Selvas y Cristina Genebat rocían de espíritu pop la comedia clave (y última) de Oscar Wilde

Marcos Ordóñez
Escena de 'La importància de ser Frank' en el Teatre Nacional de Catalunya.
Escena de 'La importància de ser Frank' en el Teatre Nacional de Catalunya.FELIPE MENA

A David Selvas no acabó de salirle bien, a mi juicio, el intento de situar al don Juan de Molière en un hotel contemporáneo: ni la trama ni el trasfondo encajaban. Sin embargo, de nuevo en el TNC, ha sabido atrapar de maravilla el mundo absurdo, “ligero y perturbador”, como dijo Harold Bloom, de The Importance of Being Earnest, la “comedia trivial para gente seria” que fue cumbre y despedida de Wilde. David Selvas dirige y firma la versión con Cristina Genebat, también responsable de la traducción. Selvas dijo, sabiamente: “No somos ingleses, no tenemos su tradición. Hay que intentar hacer la obra de otra manera”. ¡Difícil reto! Requiere un gusto especial por los personajes extravagantes, que se disfrazan de cínicos para decir la verdad; por las paradojas espumosas, y por las historias que parecen, solo parecen, no decir nada. Quizás haya que contemplar “lo británico” como quien en su infancia leyó muchas novelas de Wodehouse o vio muchas comedias de la Ealing. Y quizás lo esencial ha sido extraer de la obra su modernidad sin “ponerla al día” (o lo justo). Wilde, un formalista que detestaba las formalidades, es puro estilo, pero aquí convenía mantener el equilibrio entre su fulgor lingüístico y su juego argumental.

La función es una voluta que anticipa el art déco y tal vez siga la pauta de los primeros vodeviles de Feydeau, recién aparecidos entonces, aunque Wilde tiene una sofisticación y un nivel de abstracción muy superiores. La importància de ser Frank, título de la versión catalana, se estrena en 1895, pero Selvas y Genebat han entendido muy bien que el texto retrata un mundo cerrado en sí mismo, tanto en la época victoriana como hoy en día, y que el artificio y la frivolidad son formas de huir de una sociedad aprisionada por sus convenciones. Artificio como huida y búsqueda de libertad puede ser inventarse un hermano pequeño llamado Frank. O un amigo perpetuamente enfermo llamado Bunbury. El artificio está muy presente ya en el decorado de José Novoa, que nos asoma a un impreciso espacio de alta comedia (entre los años treinta y los sesenta), presidido por esa cabeza de ciervo que se dirige a nosotros y pone en marcha la historia, rociada luego con espíritu pop y reconvertida en musical de bolsillo, aunque jamás se presente con esa etiqueta. Como golpes de brisa surge ese puñado de canciones de Paula Jornet, con dirección musical y arreglos de Pere Jou y Aurora Bauzá.

El enredo, que agotó las localidades antes de su estreno, no pierde casi nunca la ligereza: la versión funciona, fluye y deleita al público

Miki Esparbé vuelve a hacer aquí gala de la contención (y el dolor soterrado) que alcanzó en El rey tuerto: le sirve muy bien al personaje de John Worthing, y para equilibrar la química del dúo que forma con Algernon Moncrieff. David Verdaguer es un Algernon que me vuelve ahora, con su barba y su traje violeta, y una réplica brillante y aforística por minuto: viéndole tocar el piano y abordar “En nuestra vida, lo menos frecuente es vivir”, la primera canción de la noche, me pareció un singular homenaje al joven Sondheim cantando un tema de Manel: por ahí podría ir el cóctel. La alquimia antes citada funciona incluso en las escenas fatigosas, como el careo entre John y Algernon que cierra el segundo acto: un pasaje quizás demasiado largo, pero muy bien sostenido por ambos.

Laura Conejero borda el rol de Lady Bracknell, apretando el acelerador del artificio con tres ecos poderosos: Anna Lizaran, Rosa María Sardà, Amparo Baró. Un personaje feroz en su hipocresía, casi terrorífico a la hora de dictar sus normas, que le vale a Conejero un retorno de aplauso en el tercer acto, donde sus silencios y pausas restallan como látigos. Gwendolen Fairfax, que fascina a John, es Paula Malia, del trío The Mamzelles. Canta bien y su juego tiene ritmo; tal vez se exceda un poco en el tono neurótico del personaje. Cecily Cardew es Paula Jornet: puro encanto. Exhala un aire juguetón que me recuerda a la joven Emma Cohen. Se hizo popular gracias a la serie La riera (y como cantante), pero para mí es todo un descubrimiento. Norbert Martínez es Lane, un mayordomo que tiene algo de Jeeves, y luego el reverendo Chasuble, enamorado de la institutriz Leticia Prism (Mia Esteve), una pareja que, reimaginada por los adaptadores, guiña el ojo al público con malicia en una inesperada canción sobre los usos de la mermelada. Mi canción favorita, por cierto, es Tothom parla, formidablemente colocada en la escena en que los personajes ajardinan el decorado. El enredo no pierde casi nunca la ligereza: la versión funciona, fluye y deleita al público.

Selvas cita a Francisco Nieva, que definió la comedia como “un perfecto sueño teatral”, quizás el último de su autor: tres meses después de su triunfo, Wilde fue denunciado por gross indecency por el padre de Lord Alfred Douglas, su joven amante, y condenado a dos años de prisión y trabajos forzados que acabaron con su popularidad y casi con su vida.

El montaje del TNC agotó las localidades antes de su estreno, y tras el éxito va directo al Poliorama barcelonés del 5 de julio al 5 de agosto, en un transfer en el más puro estilo del West End.

La importància de ser Frank, de Oscar Wilde. TNC (Barcelona). Director: David Selvas. Intérpretes: Laura Conejero, Miki Esparbé, David Verdaguer, Paula Jornet, Paula Malia, Mia Esteve, Norbert Martínez. Hasta el 10 de junio.

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