Crear situaciones
¿Cómo no va a tener influencia el mayo del 68 en las artes y las letras si fue, entre otras cosas, la puesta en escena grandilocuente de una nueva clase, de la juventud ilustrada, de la clase artista?
Al otro lado de Saint Germaine, un coche volcado al que habían garabateado proclamas anticoloniales por la guerra de Argelia y, también, atemporales ¡vivas! a la Columna Durruti. El día anterior, un estudiante español, identificado como Pedro Romero, había doblegado a un policía hasta ponerlo de rodillas. Al doblar la esquina un grupo de muchachos entonaban el ¡Ay, Carmela!. Guy Debord había adaptado la vieja rumba que cantaran las milicianas republicanas durante la guerra civil española y la tonada prendió como marcha. Y así, José Bergamín, lógicamente, exclamó ante su protector André Malraux que aquellas jornadas de mayo, eran eso mismo, el fantasma de la FAI. Bergamín vivió el mayo francés con cierta intensidad, testimonio que nos ha dejado en escritos y entrevistas. Lo vivió, sí, debemos subrayarlo, mientras André Malraux intentaba entender aquello. Y es esa defensa de la experiencia del vivir, al fin y al cabo, lo que nos queda del 68, lo que se ha repetido antes y después de la fecha, desde las revueltas en la universidad española de finales de los años 50 hasta el 15-M, desde los disturbios de Watts y las protestas contra Vietnam hasta el Occupy Wall Street, desde la primavera de Praga y la matanza de Tlatelolco en México D.F. hasta las protestas contra el G20 o la Primavera Árabe. Se trataba de estar allí, de salir a la calle, del entusiasmo incondicional por la revuelta sin necesidad de interrogarla.
Quizás fuera una boutade de Pier Paolo Pasolini -siempre voy con los obreros y, en este caso, los obreros eran la policía- la que mejor retrate a los estudiantes, a los artistas, a las clases culturales que protagonizaron efectivamente aquella revolución. Guy Debord afirmaba que había sido él, nada más y nada menos, el que organizó aquella zapatiesta histórica y que la Internacional Situacionista fue la agencia necesaria para lograrlo. La cosa es exagerada, sí, seguro. La arrogancia era parte de su estilo, una figura retórica del francés literario que Debord dominaba como nadie. Lo cierto es que las clases culturales, o sea, nosotros mismos, querido lector, nos congratulamos una y otra vez con aquellos días, entre otras cosas, porque, así, nos mostramos nosotros mismos, nos celebramos como clase, como lo que somos, esto mismo, mera justificación. ¿Cómo no va a tener influencia el mayo del 68 en las artes y las letras si fue, entre otras cosas, la puesta en escena grandilocuente de una nueva clase, de la juventud ilustrada, de la clase artista?
No es extraño entonces que alguien como Giorgio Agamben, vinculado afectivamente al hipotético triangulo que formarían Bergamín, Pasolini y Debord, en el prólogo de El uso de los cuerpos presente al propio Debord, como ejemplo de forma-de-vida, ejemplo de una manera de vivir que, como Bergamín observara, pueda hacer coincidir, punto por punto, una vida vivida con su biografía. Precisamente son el campo del arte y la política radicalizados los que mejor han sumado en el siglo XX esas figuras de la experiencia del vivir convertido en sentido último, poesía, habitación del lenguaje que da forma a nuestra existencia más allá de lo zoológico. Así, cuando hablamos de la amplia influencia de los situacionistas en el arte del final del siglo XX y en nuestro siglo, cuando hablamos de que son la última vanguardia y los primeros de una nueva clase, en realidad, estamos agitando nuestro espectro, nuestro propio fantasma, con la intención, honrada, no hay que dudarlo, de sabernos vivos, de dotar de un sentido nuestra actividad, nuestro activismo. Las clases culturales tuvieron su bautismo de fuego ahí mismo, en el mayo francés.
Lo cierto es que las clases culturales, o sea, nosotros mismos, querido lector, nos congratulamos una y otra vez con aquellos días, entre otras cosas, porque así nos celebramos como lo que somos mera justificación
Seguramente el Debord de La sociedad del espectáculo, un libro que dispara su sentido original cuando es convertido en película por el propio filósofo, es el primer tratado crítico de la economía de esas clases culturales emergentes. No eran necesarias ni internet ni las redes sociales para observar como el dominio espectacular del mundo había cambiado de lenguaje. Erróneamente se ha interpretado el libro como una refutación de la cultura del icono cuando, precisamente, es un film -imágenes en montaje temporal- su mejor aparato de lectura. Se trataba de eso, de hacer la historia a contrapelo, como quería Walter Benjamin, de poner la imaginación al servicio de nuestras propias vidas intentando escapar de los sucedáneos de una vida mercantilizada, mera comunicación y comercio.
Si hasta Mario Vargas Llosa ha acudido a dar su versión edulcorada en La civilización del espectáculo. Pero no se trataba de eso, no. Ni las reconfortantes páginas de Trazos de carmín, la bienintencionada genealogía -desde dadá hasta el punk- que les ha trazado Greil Marcus, que los entroniza como agentes secretos de las contraculturas y tribus urbanas del presente, ni los anuncios cibercultura guerrillera, ni la inspiración que han proyectado sobre todo el activismo anti-globalización, ni la conversión en turismo de sus principales herramientas: psicogeografía, deriva, urbanismo unitario. Sí, es verdad, no hay feria de arte que se precie que no tenga su escandalo post-situ, sin ir más lejos, nuestro último ARCO, descafeinado, debilitada ya la capacidad de ligar poesía y política.
Y, aun así, por más que pareciere que lo que escribo se regodea en las mieles de la derrota, me queda la convicción de que es en esa misma estela, en esos recorridos y fugas que pareciera que he evocado sardónicamente, ahí se encuentra la potencia, sí, todavía activa, para seguir trabajando el arte, lo que quiera que sigue significando tal actividad, empezado ya el siglo XXI.
Sí, construir situaciones, sigue siendo, pese a la banalización a que lo somete el llamado arte performativo relacional, el espacio en el que operamos, los modos de hacer, la politización necesaria de todo lo que circula como arte dentro y fuera de la metrópolis. Salir a bailar es revolucionario. Una cena con amigos el principio de una conspiración. Épico resulta respirar.
Hace tres días me encuentro con Raoul Vaneigem en la peña flamenca El Dorado de Barcelona. Es asiduo desde hace unos meses que se ha trasladado a vivir a Cataluña. Nos sentamos entusiasmados a escuchar a María Terremoto. Estamos con Paco Aroca, un viejo luchador de la autonomía obrera. Estamos hablando del proyecto Máquinas de vivir y nos prometen un regalo. Acabamos casi tres botellas de vino tinto en distendida conversación, nos reímos, estamos con buenos amigos. A los pocos días nos llega Desmontar la máquina, un último e inspirado panfleto: “necesitamos una arquitectura que cante y baile”. Apenas han pasado cincuenta años desde mayo del 68.
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