Las cáscaras de Franco
De los polvos espinosos de la dictadura vienen muchos lodos. La falta de tradición crítica sobre la política artística deriva en confusiones
Año tras año coinciden exposiciones, ferias y agarrones políticos sobre el siempre revirado mapa de España que los nacidos en plena Transición aún dibujábamos con tiza sobre pizarra. Ahora podemos unir en él los puntos dispersos al azar de las programaciones: como en el pasatiempo, a lo mejor al final descubrimos una silueta oculta de puro evidente, invisible a fuerza de tenerla siempre a la vista.
Empezaríamos la excursión mental recorriendo los valles más remotos del occidente asturiano: allí siguen las centrales hidroeléctricas que impulsó un Franco sucesivamente autárquico y tecnócrata y proyectó Joaquín Vaquero Palacios. O bajando casi en vertical hasta la Fundación ICO en Madrid, donde sedentarios y perezosos tienen ahora la ocasión de conocer esas obras apabullantes gracias a una muestra comisariada con tino por el nieto del arquitecto/artista y acompañada de las fotos expertas y elocuentes de Luis Asín. Ha sido para muchos la sorpresa de la temporada: ¡Resulta que Asturias y sus carreteras endiabladas escondían semejantes joyas de la arquitectura industrial del siglo XX! Pues sí, tanto como la inercia de nuestra alergia a la sordidez de la posguerra victoriosa o el desarrollismo franquista impedía reconocer que a su calor prendió tanta sofisticación y maestría.
La misma semana en que se inauguraba esa exposición necesaria abría al público la 37ª edición de Arco en un país que por fin parece ser lo bastante adulto para revisar con distancia el arte de su eterna dictadura: ya un año antes el Reina Sofía montaba la monumental Campo cerrado para reevaluar el supuesto erial creativo de los años más duros del franquismo triunfante.
Arco misma ha cambiado mucho desde que nació en 1982 como macroevento/feria-público/privada con agenda política: una especie de escaparate, de puertas afuera y adentro, de la España demócrata y pronto socialista, de nuevas políticas culturales quizá no tan nuevas, de apertura al mundo tras décadas de censura. Pero precisamente los cargos políticos de Ifema, la institución que alberga el supuesto dechado de modernidad y madurez, retiran en 2018 por las buenas una obra de Santiago Sierra que enuncia el tabú del momento: la discutible (literalmente, creíamos ingenuos: susceptible al menos de discusión) existencia de presos políticos en las cárceles de una España que lleva ya 40 años largos de democracia.
No es la primera vez que en España o fuera le censuran algo a Sierra. Ya le pasó en Alemania en 2006: experto en buscarle las cosquillas a las fuerzas vivas, explotarlas como vetas del jamón más suculento y conseguir que políticos, burócratas, medios y redes completen y den sentido a su obra mediante el veto o el escándalo que en el mundillo del arte (“culto y mundano”, como dice él mismo a EL PAÍS) ya casi nunca nadie siente. Y eso que lo sabemos por lo menos desde Bataille: el tabú regula la transgresión y refuerza perversamente lo que se pretendía transgredir. El sistema le hace el juego a Sierra, y Sierra le hace el juego al sistema, en un regodeo mutuo y deprimente que uno preferiría ahorrarse, desde luego, pero que no viene mal obligarse a mirar con ojo: nos dice mucho sobre quiénes somos, o qué querríamos aparentar ser.
Es higiénico volver sobre los límites que sugiere el poder a cada generación a base de palos y prebendas
¿Y qué nos dice la unión de esos dos puntos? ¿La exposición civilizadísima del ICO y la censura zafia de Arco? ¿La España que revisa con lucidez su problemático pasado cultural y la del ordeno y mando que cuando se cansa de tonterías planta el puño en la mesa y nos cuadra retirando cuadros?
Quizá resulte más fácil completar el dibujo buscando otro vértice en León, donde el Musac ha montado una colectiva bien trabada sobre todo esto. Cómo vivir con la memoria recopila obras en torno a la arquitectura franquista de artistas españoles nacidos durante y después de Franco. Ayudan a “ver” esa arquitectura, a la vez la más visible e invisible de las artes, como dice David Bestué en la publicación: “Nuestras ciudades tienen una corteza de arquitectura franquista que forma parte de nuestro día a día. Resulta importante identificarla y entender de dónde viene y a qué responde”.
¿Qué es, en realidad, la arquitectura franquista? Va del refinamiento de Fisac, Coderch o Luis Moya al Valle de los Caídos construido por el mismo Huarte que patrocinaba al visionario Sáenz de Oiza, de los barrios de aluvión en las ciudades del interior a la megaconurbación turística que colmató la costa de Cataluña a Cádiz. A menudo caminamos sonámbulos sobre esas cáscaras sin pelarlas, sin darnos cuenta de lo que dicen a las claras u ocultan con cuidado, hasta que un ramalazo autoritario o un repaso sin anteojeras nos obligan a pararnos y a pensar. ¿Seguimos viviendo entre sus andamios literales y figurados? Precisamente en el Musac otro trabajo de Sierra ayuda a fijar la imagen a fuerza de volverla vertiginosa. En sus fotos se suceden las fachadas del pabellón español en los Giardini de la Bienal de Venecia: el pastiche neobarroco de 1922, el ultrafascista de posguerra, el de ladrillo neutro pero castizo que lo sustituyó en los cincuenta, cuando el régimen entró en la ONU y decidió darse un lavado de cara artístico. De remate, la fachada que tapió el propio Sierra cuando representó a España en época de Aznar.
Serviría para aclarar el ambiente y librarse de algunas censuras bastas y manipulaciones sutiles
Episodios y rostros cambiantes de una manera idéntica de concebir la política cultural como propaganda y programa, o el arte público como escaparate de “lo español”. Un dirigismo que cambia las formas sin revisarse a fondo, que pasa del franquismo al felipismo y el aznarato, y que gracias a eso, como en este Arco, se encuentra los cauces perfectamente habilitados para dar un manotazo cuando lo cree oportuno.
Lo recuerda Jorge Luis Marzo en ¿Puedo hablarle con libertad, excelencia? (Cendeac, 2010), indispensable para hablar de políticas culturales de la España moderna: de los polvos espinosos entre arte y poder durante el franquismo vienen muchos lodos de ahora. La falta de una tradición crítica en torno al resbaloso concepto de “política artística” permite que la inercia aproveche el hueco y se eternicen en democracia silencios y confusiones interesadas. Se despacha como “fachas” a creadores complejos, se olvida o se redibuja como “posibilista” la relación privilegiada que mantuvieron artistas como Tàpies o algunos informalistas con la dictadura de Franco, curiosamente más hábil que los burócratas culturales de la democracia (y no digamos los jefazos de Ifema) a la hora de “colocar” artistas españoles en el circuito internacional y allanarles premios, coleccionistas y expos: del MOMA a Venecia o São Paulo.
Recuerden la frase —si no cierta, ben trovata— de Franco a propósito de los artistas jóvenes: “Mientras hagan así la revolución, ya está bien”. No se trata de cazar brujas retroactivas: los dilemas de los artistas de esa época eran de solución difícil o imposible, pero es higiénico volver una y otra vez sobre ellos y sobre los límites que sugiere el poder a cada generación a base de palos o prebendas. Serviría para aclarar el ambiente y librarse de algunas censuras bastas y muchas manipulaciones sutiles. No sea que nos pase eso que decía Hal Foster a propósito del arte americano en la era de Reagan: “Mientras hablábamos de política cultural, la derecha la practicaba”.
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