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ENTREVISTA

El australiano candidato al Nobel que no quiere saber nada del mundo

Individualista y con una pasión sin remedio por la hípica, hace años que Gerald Murnane suena para el Nobel. Babelia entrevista al escritor en su refugio en Goroke

Gerald Murnane, retratado ante su estudio en Goroke.
Gerald Murnane, retratado ante su estudio en Goroke.J. L. DE J.

"Toda mi vida está en este cuarto”, dice Gerald Murnane (Melbourne, 1939) cuando entramos en la estancia surcada de una flota de archivadores y objetos escogidos: un pequeño caleidoscopio, unos frascos con canicas de mármol, unos pocos libros, una máquina de escribir Remington de 1965. Apenas llegar al dormido pueblo de Goroke atravesando la pradera sin horizonte del oeste de Victoria esquivando a los canguros que cruzan sin mirar las carreteras, Murnane me ha explicado que siempre ha odiado los viajes, el mar y las montañas. Nunca ha ido más lejos de un día en coche, toda su vida ha vivido en un “triángulo mágico” entre Melbourne, Bendigo y el llano que se adentra en Australia Meridional.

Se retiró a este pequeño pueblo “fronterizo” cuando falleció su mujer, Catherine, hace seis años. Vive en lo que fue un garaje en la casa de su hijo mayor. Cada noche, tras beber unas pintas de la cerveza que él mismo elabora, despliega un delgado colchón y duerme en el suelo, entre dos filas de archivadores. En ellos están clasificados miles de fichas y cuartillas en las que ha escrito lo que le ha venido en gana sobre cualquier cosa, desde las muchachas entrevistadas o imaginadas hasta los pura sangre soñados, pasando por la religión de las llanuras, el idioma húngaro y la ética de las carreras. “Millones de palabras”, dice orgulloso de este iceberg sumergido de su obra. Abre un archivador cuyas carpetas llevan por título Extrañas ensoñaciones a los 77, Guiones asesinos, Chéjov y yo. Lee en voz alta algunas frases al azar, descifrando su propia letra, como si espiase en los papeles de un extraño. Confía en que la Biblioteca de Victoria compre los archivos una vez él ya no esté aquí para guardarlos. “El periplo de la mente en el tiempo es infinito. ¿Para qué visitar otros mundos?”.

Descendiente de colonos ingleses e irlandeses, autor de siete novelas, Murnane reconoce que ha permanecido a la sombra de la élite literaria australiana por no ser de izquierdas ni aguantar a los intelectuales. Y sin embargo, hace años que su nombre suena para el Nobel. En Suecia se han traducido la mayoría de sus libros y sólo ahora comienzan a aparecer versiones en alemán, en francés y español. “Al empezar a publicar en los setenta frecuenté un grupo de escritores en Melbourne, pero no tenía nada en común con ellos. No me interesaba la política ni la suerte de los aborígenes. Yo quería hablar de carreras de caballos”. Además, sabe que su escritura precisa, elíptica, requiere cierto esfuerzo para el lector. Sus narradores miran “con el rabillo del ojo”, imaginan más que recuerdan, sueñan más que viven y actúan. Hay poca trama en sus libros, pero el lector que entra en ellos queda enredado en un sutil juego de imágenes y obsesiones.

Para mí nada hay más importante y revelador que una prueba hípica, ni siquiera la literatura

En A Lifetime on Clouds (1976), su segunda novela y la más divertida de las suyas, un joven es atormentado por pulsiones sexuales que chocan con su educación católica. Imagina un viaje a través de EE UU con sus actrices favoritas y una prolífica vida con su supuesta novia mientras Melbourne le parece “la capital masturbatoria del mundo”. En su último libro, Border Districts (2017), sigue en la misma onda: el narrador escribe, o imagina que lo hace, a su editora en América, o a su marido, científico de praderas, y establece una tensión sensual que se forma y se disipa como una nube en la planicie meridional de Australia. Inland (1988), donde Murnane alcanzó la cima de su arte, cuyo objetivo final sería la música, baraja parecidos “temas”: la religión, el llano, la muchacha elusiva, una mística de los colores, el sueño y la imaginación. Viajes tierra adentro por los distritos fronterizos de su mente.

¿Posmodernismo? “En absoluto. Se escandalizaría si le dijera cuántas obras consideradas maestras no he leído y cuántas otras de las que nunca ha oído hablar me influyeron”, dice. “Tras Emerald Blue, en 1995, decidí dejar la ficción y me dediqué a trabajar para mi exclusivo placer sobre mundos imaginados. Tenía la ambición de traspasar el paisaje de la novela y entrar en otra dimensión ficticia, como hicieron las hermanas Brontë y Proust”. Le digo que Las llanuras, con ese narrador que nunca llega a filmar su documental, parece un alegato contra el séptimo arte: “Me aburre el cine. Prefiero leer a Hardy o a John Clare, o escuchar música. Y entonces visualizo una carrera de caballos, desde el barullo de los corredores de apuestas hasta los últimos metros, que son como el final de una novela”.

Parece que arrojase una manta sobre su narrador al cruzar la línea de meta, le comento: nunca llega a intimar con la muchacha o la mujer, jamás tiene ocasión de explicarse al margen de ciertos detalles especiales, matices y recuerdos a los que vuelve una vez y otra: “Es la historia de mi vida”, dice sonriendo, a la vez que busca en los archivos donde se alinean cientos de carpetas de una alternativa vida de las carreras. Me muestra los manuscritos, las hojas mecanografiadas con los entrenadores, los caballos, los colores de los yóqueis (marrón y lila, sus preferidos), el álgebra de las apuestas y los hipódromos de unas imaginadas antípodas que guardan parecido con Nueva Zelanda. “Empecé en 1995 y he ido creando un mundo paralelo, distinto al de la memoria, poco a poco”. Todavía algunas tardes se dedica a inventar nuevas carreras y finales. “He dedicado más tiempo a la hípica que a cualquier otra cosa. Pero la realidad es limitada: necesito imaginar un mundo de carreras mío, perfecto”.

Hay poca trama en sus libros, pero el lector queda enredado en un juego de imágenes y obsesiones

Murnane extiende sobre la mesa los documentos con fotos recortadas de los periódicos, políticos convertidos en criadores de caballos, artistas en yóqueis. Es como el negativo de la literatura, un mundo ficticio que jamás será un libro. Pero ¿cuál es su significado, qué aporta ese juego solitario a su carrera literaria? “El sentido está en la conexión”, dice Murnane, resumiendo así la raíz de su narrativa. ¿Y la conexión carece de sentido a la postre? Ríe: “Tal vez”. Mirando al suelo confiesa: “Creo que todo lo he escrito para entender un poco el significado de mi experiencia y por eso he dado siempre vueltas en torno a las mismas conexiones adquiridas en mi infancia, cuyo origen está más en la mente que en la acción”.

“Supongo que soy un tipo raro”, concluye con sorna irlandesa. Y recita de corrido uno de sus poemas magiares preferidos con pasión teatral. Echa mano después del violín que yace junto a la Remington, con la que escribió toda su obra, y toca una melodía que ha compuesto para las baladas húngaras. Le pregunto si las recurrentes “ensoñaciones” de sus novelas tienen algo que ver con el dreaming aborigen y la primitiva tierra de su país. “Nada. Me gusta el paisaje australiano modificado por los europeos. El llano dorado, la sombra azul de las supuestas colinas a lo lejos, pero sobre todo una casa solitaria que da la medida de la llanura, su grandeza”.

Individualista, raro, pero no eremita. Todo el día está rodeado de gente que ni siquiera sabe que es escritor. Atravesamos el pueblo en coche para ir al cementerio y al reseco campo de golf sombreado por lánguidos eucaliptos en el que juega los domingos. Cuando comemos en el club de hombres de Goroke, donde Murnane hace de barman, dice que nació sin sentido del olfato y apenas distingue el gusto de una manzana del de un bistec. “Por eso tengo una especial sensibilidad hacia los colores y los sonidos”. Esa “ceguera” olfativa se transmite a su literatura, convirtiéndola en un foco en el que el lector encuentra ángulos insospechados de los objetos y el proceso cromático de la mente. Y sin duda ha espoleado su insólita imaginación, su curiosidad visual y sonora. Nunca ha montado a caballo ni subido a un avión (“por miedo a caer, sin duda”), pero aquella tarde de 1947 que oyó por la radio la transmisión de la carrera más célebre de Australia, la Melbourne Cup, le ha acompañado toda la vida. Allí surgió el gusto a crear imágenes en su mente que vertió en la escritura de sus particulares libros y ahora en la crónica hípica de sus “propias” antípodas.

El autor cree que ha permanecido a la sombra de la élite literaria australiana por no ser de izquierdas

“Mi padre fue un apostador compulsivo. Sólo le importaban los caballos”. Él y un entorno de criadores y yóqueis son el telón de fondo de su primer libro, Tamarisk Row (1974), y también de la segunda obra publicada en español, Una vida en las carreras (2015) -ahora traducida por Minúscula-, en la que la figura paterna planea como una sombra fatídica. “Es el libro que me ha costado menos tiempo escribir”. Lo concibió en un estilo ligero muy diferente a sus novelas, para llamarlas de alguna manera. Aquí el escrutador de praderas —que adquirió su otra verdadera pasión tras las carreras de caballos, el idioma húngaro, leyendo Gente de las pusztas, de Gyula Illyés— da rienda suelta a la memoria de su más inveterado apego. “Desde que abandoné la iglesia a los 20 años, las carreras han conformado mi filosofía vital, mi religión”.

Ha apostado toda su vida, ganando y perdiendo sin poner en riesgo su hogar, al contrario que su padre: “Fue un irresponsable; por culpa de su adicción, yo y mis hermanos vivimos a salto de mata”. Aún antes de cada carrera local importante, a las que ya no suele ir, estudia las posibilidades de los caballos en liza, su historia, sus jinetes. “Apostar es una forma de expiación de mis pecados solitarios”. Le recuerdo la cita de Kerouac que precede Bartley Patch (2009), en la que se habla de una carrera tan complicada que no termina nunca. “Para mí nada hay más importante y revelador que una prueba hípica, ni siquiera la literatura, ni el mismo Shakespeare: nunca se acaba su sentido para mí. Esos caballos lanzados al límite y los rutilantes colores de los jinetes seguirán corriendo en mi espíritu para siempre”.

Una vida en las carreras. Gerald Murnane. Traducción de Carles Andreu. Minúscula, 2018. 280 páginas. 20 euros

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