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Cómo ganar tiempo con Pablo Remón

En 'El tratamiento' deslumbra el placer de contar historias, con una soberbia alquimia entre humor y dolor

Marcos Ordóñez
Una escena de 'El tratamiento', de Pablo Remón.
Una escena de 'El tratamiento', de Pablo Remón. Vanessa Rábade

El pasado sábado hablaba de la riqueza, de la alegría temática y tonal de Mammón, de Albet y Borrás, en el Canal; una de esas funciones generosas que tienen algo de novela y película, que te contagian el placer de contar historias, te pasean por paisajes inesperados y sorprendentes, y que no se pueden resumir. El tratamiento, de Pablo Remón, que vi al día siguiente en el Pavón, pertenece a esa raza poderosa y libérrima, donde cinco o seis actores se transforman en una veintena de personajes, y los ríos de muchas aguas, calmas y tumultuosas, aguas del pasado y del futuro, fluyen y se entremezclan con maravillosa naturalidad. La Tristura, Sanzol, Carballal, Despeyroux, Messiez, Padilla, Giménez y Cárdenas, y T de Teatre, por citar solo unos pocos, juegan también en esa liga. Y cada día hay más.

Quizás el título haga maliciarse un melodrama de enfermedades gordas. Hay un juego de palabras con eso, que no revelaré, pero sepan que predomina el tratamiento en sentido cinematográfico, el resumen secuenciado de una futura película. Martín (Francesco Carril) es un guionista sin éxito. No logra colocar un guion sobre la Guerra Civil basado en una hermosa historia familiar. Se gana la vida escribiendo telepromociones y dando clases de escritura a alumnos que solo quieren hacerse famosos (y probablemente lo consigan) con relatos de muchas explosiones y poco corazón. Martín quiere escribir ficciones donde palpite la vida, pero también quiere ser famoso. Y ganar dinero. De pronto parece llegar su gran oportunidad. Y es así como Martín va a caer en las garras de Álex Casamor (Francisco Reyes), un director ególatra y tarado; Marcelo (Emilio Tomé), un productor de tres al cuarto, y Adriana Vergara (Bárbara Lennie), una productora pirada y manipuladora.

Los retratos están pintados con vitriolo, pero cualquiera que haya frecuentado ese mundo los reconocerá como verídicos. Entre todos, Martín incluido, van a reescribir, cambiar y deshacer el guion de arriba abajo. No quiero avanzarles nada, ni un solo gag: solo decir que provocan una creciente mezcla de risa y desazón. Diálogos a toda mecha. Mametianos. O todavía mejor: azconianos. Las formas narrativas de El tratamiento también me hacen pensar en el gran Mariano Llinás. Este arranque, por ejemplo: “Lo que va a pasar ahora: la canción va a terminar. Él le va a decir: Sono dipendente dei baci tuoi. Es una frase que ha escuchado en una canción de Eros Ramazzotti”. Y me llega al alma que Remón se coloque en el programa bajo la advocación de San James Salter. Salvo Francesco Carril, todos los intérpretes multiplican sus roles y se pasan la pelota de la narración. Ana Alonso, a la que aún no he mencionado, está perfecta como la psicóloga, y la prima enigmática, y la periodista radiofónica.

De repente viajamos al pasado. Qué giro más brillante, qué caña más bien lanzada. Martín y el Titanic: la madre del cordero. Una de ellas. Cuando todo comenzó a hundirse. Y apareció un salvavidas: la escritura. Y Cloe, por supuesto. A Cloe (Bárbara Lennie) la hemos visto en la primera escena, inventando la epifanía de Laura y Giancarlo. Cloe es su lejana amante. Su alma. O ánima, que diría el señor Jung. Ella descubrirá que Martín ha perdido el brillo de sus ojos, pero algo sigue relumbrando: el recuerdo de un irrepetible momento de felicidad en Roma.

Hay dos momentazos que me hubiera gustado escribir: la escena en el sanatorio (puro Sorrentino, con Lennie —me vuelvo a descubrir ante ella— como una hermana posible de Jep Gambardella, ya verán por qué) y el no menos portentoso diálogo entre Martín y el chófer (Francisco Reyes). Solo por esas dos escenas valdría la pena ir al Pavón. Pero hay muchas, muchas más. Y más perfume Sorrentino en las cartas desde el mar Egeo.

Pablo Remón ha escrito funciones estupendas, pero para mí (de las que conozco) es la más cuajada, la más redonda: por su alquimia, su equilibrio entre humor y dolor, su anhelo de ímpetu para salir adelante. Un amigo muy sabio me decía el otro día: “Con Pablo Remón pasará como con Sanzol: su culto fue creciendo poco a poco. En este país hacen falta tres o cuatro funciones de un autor para que el público vaya a ver la siguiente, trate de lo que trate. Se va a ver un estilo, una mirada. Se irá a ver ‘lo nuevo de Remón’ como ahora vamos a ver ‘lo nuevo de Sanzol”.

Mi amigo tiene toda la razón, así que vayan ustedes ganando tiempo, sáltense etapas intermedias: lo nuevo de Remón ha llegado y está en el Pavón. ¿Qué más hay que decir? ¿Que está dirigida a compás por el propio autor, que te lleva de la nariz desde el principio y no te suelta, que están todos que se salen? Dicho queda. Por cierto, a propósito de grandeza. ¿Han visto La enfermedad del domingo, de Ramón Salazar, con las enormes Susi Sánchez y Bárbara Lennie? Una pelícu­la que podría haber escrito Cloe. O Martín, salvado. Vayan también a ver “lo nuevo” de Ramón Salazar.

‘El tratamiento’, escrita y dirigida por Pablo Remón. El Pavón Teatro Kamikaze (Madrid). Intérpretes: Ana Alonso, Francesco Carril, Bárbara Lennie, Francisco Reyes y Emilio Tomé. Hasta el 8 de abril.

En este país hacen falta tres o cuatro funciones de un autor para que el público vaya a ver la siguiente, trate de lo que trate

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