Lecciones de escritura
Se distingue a un verdadero maestro como James Salter en que carece de arrogancia. Muestra el deleite de ir aprendiendo, no la soberbia de saber
Leyendo las conferencias sobre el arte de la ficción que James Salter dio en la Universidad de Virginia en 2014, uno no puede creerse que esas palabras hayan sido escritas y dichas por un hombre de 89 años. Y el motivo no es el grado de lucidez que muestran y la agudeza de sus observaciones, sino el aire de asombro y de tanteo que irradia de ellas, de entusiasmo a la vez sobrio y romántico hacia el oficio de escribir y las posibilidades de la literatura. Al filo de los 90 años, después de una vida entera en la que hizo casi de todo, desde escalar montañas a pilotar aviones de combate en la guerra de Corea, después de sobreponerse durante mucho tiempo a la oscuridad que envolvía su trabajo, al desánimo de la falta de reconocimiento, James Salter habla delante de los alumnos de la Universidad de Virginia con una especie de cautelosa inocencia. En sus palabras no hay rastro de esa insufrible seguridad con la que tantas veces los escritores, veteranos o no, predican ante el público voluntarioso y cautivo de las escuelas o másteres o talleres de escritura, haciendo creer a sus estudiantes que la literatura es una cofradía extremadamente restringida a la que ellos, los profesores, pertenecen, por una especie de derecho dinástico, o de privilegio congénito, y a la que pueden facilitar el acceso, no sin gran condescendencia, al aspirante que reúna las cualidades exigidas —siendo la más valiosa entre todas el sarcasmo arrogante de saberlo ya todo—.
Hay quien antes de publicar e incluso de escribir ya habla como si fuera un escritor, como si formara parte de ese club, de ese gremio. James Salter, que pilotaba aviones a los 21 años, apenas conoció a nadie relacionado profesionalmente con la literatura hasta pasados los 40. Tenía 44 cuando se encontró en Nueva York con el profesor Robert Phelps, la primera persona que lo orientó en el descubrimiento de la literatura universal más allá de sus propias predilecciones y de los hallazgos del azar. En 2014, en sus conferencias de Virginia, Salter muestra cálidamente su gratitud hacia Phelps, y recuerda que fue él quien le hizo descubrir los cuentos de Isaak Bábel. Hasta entonces, dice Salter, había vivido al margen de cualquier vida literaria: “Hasta conocerlo a él, todo lo que yo sabía lo había aprendido por mi cuenta. Mis gustos los había formado yo mismo”.
Se distingue a un verdadero maestro como James Salter en que carece de arrogancia. Muestra el deleite de ir aprendiendo, no la soberbia de saber
Para entonces Salter había publicado ya varias novelas, y admiraba a los maestros americanos evidentes, Faulkner, Thomas Wolfe, Hemingway, Bellow. No es difícil imaginar el modo en que le influiría la lectura de Bábel. Frente al realismo tumultuoso y en gran medida egocéntrico de aquellos modelos, los cuentos de Bábel le sugirieron a Salter un aire de ligereza, tanto en el humor como en la tragedia, una contención expresiva, un despojamiento de poesía. “Bábel es un escritor que no interfiere”, dice Salter. “Se retira a sí mismo de la historia y la deja que concluya por sí misma, a veces de una manera abrumadora”.
En 2014, cuando dio estas conferencias, James Salter estaba viviendo una celebridad muy tardía, un reconocimiento más allá del círculo restringido de lectores que siempre lo había rodeado. Un año antes, a los 88, después de un largo silencio que todo el mundo consideraría definitivo, había publicado All That Is, una novela de un brío narrativo y una belleza que no parecerían posibles en un escritor de esa edad (Bellow se le acerca, pero no del todo, terminando Ravelstein a los 85). Me da envidia imaginarlo, alto y gallardo en la vejez, paseándose al sol de otoño por aquel campus de la universidad donde fue profesor William Faulkner, por los campos de césped y las columnatas blancas que diseñó Thomas Jefferson. Me da más envidia porque admirando tanto el estilo por escrito de James Salter me habría gustado escuchar su voz, y porque ese campus y esas arboledas y columnas neoclásicas las frecuentaba yo hace ahora 25 años, cuando daba allí mismo clases de literatura, en el mismo edificio en el que las había dado Faulkner, según me contaban.
Enseñar literatura es poco más que leer en voz alta y animar a la lectura atenta de lo que uno considera admirable. En sus conferencias, Salter se aparta de vez en cuando a un lado y lee un pasaje de una novela o de un cuento, un primer párrafo. “Los escritores que me gustan son los que son capaces de observar muy de cerca. Los detalles son todo”. Salter lee un pasaje de Papá Goriot y saborea y celebra la riqueza de los detalles en los que se fija Balzac, que arrastran hacia el espacio de las novelas lo que no aparecía en ellas desde los relatos originarios del Lazarillo y Cervantes: lo concreto, lo material, lo vulgar, lo significativo que solo se revela a través de lo trivial. Salter, que ambientó en la Francia recóndita de las ciudades de provincias una de sus mejores novelas, A Sport and a Pastime, le debe mucho a la literatura francesa, y admira sobre todo a Flaubert, el maestro de la observación minuciosa y la pureza del estilo. Dice Richard Ford que las mejores frases de la prosa americana las ha escrito James Salter: da la impresión, leyéndolo, que Salter aspira a la misma precisión inflexible que Flaubert: a que una página de prosa, igual que en un poema, no haya una sola palabra que pueda ser sustituida por otra. La única lección es el trabajo incesante: “Ser escritor es estar condenado a corregir”. El oficio es una mezcla de exigencia y de abandono, de disciplina sin excusas y temeraria libertad. Salter habla y parece Flaubert: “No debe haber palabras erróneas ni palabras que degraden la frase o la página”. Pero ese control máximo solo importa si lo que se escribe está animado por un espíritu de radicalidad que estremece en un anciano de casi 90 años: “He mencionado antes la libertad del arte. Me refiero a la libertad de no dejarse atar por cualquier idea aceptada de moralidad ni por ningún catecismo… No debe haber ninguna prohibición en lo que está permitido imaginar o pensar”.
Se distingue a un verdadero maestro en que carece de arrogancia. Muestra la incertidumbre y el deleite de ir aprendiendo, no la soberbia de saber. En las breves páginas de estas charlas sobre el arte de la ficción se aprende tanto que uno tiene la sensación de escuchar la voz de James Salter.
‘Todo lo que hay’. James Salter. Traducción de Eduardo Jordá. Salamandra, 2014. 384 páginas. 20 euros
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