El cine y sus dobles
Una iniciativa admirable está creciendo en las grandes ciudades españolas y aspira a fomentar en las salas cinematográficas la oferta que puede encontrar un público curioso
Frente al imperio arrollador de las series, una lanza por el reino de los cines. Y de ningún modo se trata de abrir una guerra entre hermanos. Aunque hay buenas series televisivas, aquí se viene a hablar de una opción menos grandiosa y tal vez falsa, pero tan señalada como la de Hamlet en su célebre monólogo. ¿Por qué el ser de la serie ha de significar el no ser del cine? Existen razones económicas y familiares que llevan a muchos aficionados al cinematógrafo a conformarse con su degustación diferida, comprimida, gratuita o abonada y repartida en capítulos. Sin embargo, el cine en España no es caro (sobre todo al lado del alcohol de los bares), y esperemos que se abarate más si el Gobierno vence su parálisis permanente y rebaja el IVA al prometido 10%. La cerveza y el whisky suben el ánimo, pero no dejan memoria, que es lo que deja, como los libros, el teatro o el viaje, un filme que nos seduce. El cine visto en los cines tiene además una cualidad innegable, la de fundir el valor intrínseco de la película con el momento de estar en una sala entre desconocidos, después de haber salido de casa en la aventura del trayecto, viaje al fin y al cabo aunque sea en metro. André Breton, muy cinéfilo en la fase fundadora del surrealismo, decía que “hay una manera de ir al cine como otros van a la iglesia […] porque, independientemente de lo que se proyecte, allí se celebra el único misterio absolutamente moderno”. Comparemos el cine con la música: nos gusta oír un disco en casa, pero ninguna persona sensata rechazaría, pudiendo, la asistencia a un concierto de su grupo de rock preferido o una función de ópera con gran montaje escénico. ¿Por qué perderse el directo que en sesión continua y cómodos horarios dan las salas de proyección?
Estas multisalas no sólo estrenan películas en sus lenguas originales; atraen al aficionado al arte, al melómano o los nostálgicos del cine clásico
Son consideraciones irrebatibles y no particularmente novedosas. Lo que querría destacar es un nuevo fenómeno con el que el cine, quiero decir aquí los cines, han sacado pecho y, lejos de amilanarse ante el empuje de los formatos rivales, presentan batalla. Una iniciativa admirable que está creciendo en las grandes ciudades españolas y aspira a fomentar las múltiples posibilidades que un público curioso puede encontrar desde buena mañana (se han recobrado las sesiones matinales, que cuando yo estudiaba eran el broche ideal a unos novillos en la Facultad) hasta medianoche. Hablo como residente en Madrid, la ciudad junto con Barcelona que tiene, hecho demostrable, la mejor cartelera de cine del mundo, después de París, imbatida en su primacía. Madrid ofrece en este momento más de 40 pantallas dedicadas comercial y diariamente al cine nacional e internacional selecto y sin doblar, lo que no excluye blockbusters al lado de documentales rompedores y, últimamente, la vuelta a otra práctica añorada del pasado, el pase de cortometrajes. Estas multisalas de aforo variable y enclaves en su mayoría muy céntricos (lo que revitaliza el castigadísimo tejido urbano) no sólo estrenan películas griegas, rusas, coreanas, incluso catalanas, siempre en sus lenguas originales, dando segundas oportunidades a títulos preteridos (lo hacen los Renoir) y miniciclos de la obra completa de autores de la casa (los Golem); ahora también atraen al aficionado al arte, al melómano, a los nostálgicos del cine clásico (en la programación de Imprescindibles de la cadena Verdi), a las familias con niños que un sábado al mediodía no encontrarán mejor entretenimiento que ver un largometraje infantil. Es imposible, a riesgo de caer en el propagandismo de algo que sin duda merece la pena ser propagado, no citar los principales nombres de esas valerosas cadenas nacionales, Golem (Madrid, Bilbao, Pamplona), Verdi (Barcelona y Madrid), la pionera Renoir, Yelmo (con el renovado y reabierto Ideal en Madrid, un bonito buque insignia) o los cines Groucho en Santander, Babel en Valencia, Avenida en Sevilla, entre otros. Y su ejemplo cunde, con la proliferación de programaciones mixtas, películas dobladas o subtituladas según horarios; así sucede en un histórico de la Gran Vía, el Palacio de la Prensa, que acoge representaciones de ópera en gran pantalla, al igual que, con regularidad y alto nivel, lo hacen los Verdi en sus martes culturales, que alternan semanalmente documentales sobre exposiciones en Londres o Ámsterdam con eventos de danza y teatro lírico.
Y es tan agradable encontrar en los cines a que me refiero la promiscuidad con la que nació este séptimo arte. Espectadores que acuden, sin prescindir de la masticación de las palomitas, a ver películas de éxito para oír las voces inimitables de las estrellas que adoran, y a pocos metros, llevados por otro tipo de cinefilia, quienes buscan descubrir nuevos nombres y geografías fílmicas, leyendo antes de entrar las hojas de información sobre cada película estrenada, regalo generoso que en ningún otro país se practica y confieso coleccionar. Una misma voluntad de congregación ante la ficción más moderna que, con sólo algo más de cien años de existencia, ha dado retoños respondones e imitaciones de gran relieve, ninguna, para mí al menos, tan gratificante como el hecho de ver en la pequeña inmensidad de un cine una película chilena, una ópera barroca o la Venecia de Canaletto en la riqueza de su colorido.
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