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Forense y radar

Más sensible que la literatura a los impulsos de la vanguardia y al advenimiento de los nuevos dioses, hace tiempo que el arte cartografió las rutas del porvenir

'GSFC3w' (2016), de Ad Minoliti, en la galería Crèvecoeur.
'GSFC3w' (2016), de Ad Minoliti, en la galería Crèvecoeur.

Las ferias del gusto propician el clima oracu­lar. Quienes dictan el Gotha artístico se mueven en el ámbito de lo plausible, pero aspiran al territorio de lo inmutable. El deseo oculto del prescriptor es así redactar el presente desde el porvenir. Proclamar “yo estuve allí” cuando nadie había llegado todavía. Consagrar la historia mientras aún está sucediendo. Promover un relato que transcurra de los efectos a las causas, como un acertijo invertido. Cierto que la singularidad se disuelve desde el momento en que el capitalismo, única ideología observable, metaboliza la discrepancia. El artista inscribe su obra en un contexto donde las diferencias se borran no por intrascendentes, sino por permeables. Puede trabajarse desde lo íntimo, por descontado, pero toda gramática se disuelve en un espectro interracial, supraterritorial, incluso transhumano. Lo contrario conduce a un anecdotario que no es tanto diagnóstico de una patología como exhibición de sus síntomas.

El futuro es un país presumiblemente más seductor que cualquier otro de los que se reparten hoy la Tierra. Algunos de los escritores más inevitables de nuestra época se mueven ya en ese cronomapa. En su última novela, Cero K, Don DeLillo postula un espacio fantasmal, la Convergencia, que funciona como renovado museo del asombro. En esa interzona abstracta, que recuerda los paisajes de frontera de Gracq, asistimos a la demolición del Homo sapiens y a la promesa de su renacimiento como una entidad perfeccionada de su actual avatar. En su análisis de los modos que adoptan las viejas preguntas que nos conforman y atormentan (cuánto tiempo me queda, qué existe tras la muerte, por qué debo morir), DeLillo conquista una apertura que emparenta su obra con la vigencia de la literatura como autopsia, escrutinio, disección. El escritor es un forense.

Nuestros padres eran devastadoramente actuales. Antes de la explosión de Internet, J. G. Ballard acuñó el concepto de posibilidad ilimitada

Temas, pues, pero también formas. No qué narrar, sino desde dónde hacerlo, pregunta hoy decisiva para el escritor. En Satin Island, obra capital de Tom McCarthy, la Compañía —zaibatsu, cuya función es proponer paradigmas interpretativos, relecturas de los nichos biopolíticos de la contemporaneidad— encarga a uno de sus agentes la redacción de algo denominado Gran Informe. La pretensión de ese texto de textos es explicitar la narrativa adecuada para capturar lo que sucede. El problema no es que los mecanismos de ficción fracasen en su intento por apropiarse del mundo, sino que su escenario escapa a la posibilidad de apropiación. Aun así, al detectar esa falta de adherencia entre lenguaje y realidad, McCarthy muestra que lo que parecía imposibilidad era sólo reiteración, duplicación de un acto ya satisfecho. El Gran Informe es la memoria virtual dispersa en el software que nos circunda, compromete y vigila. El trazo imborrable, aunque a la vez intangible, de la red compilada en la megalópolis de la constelación 2.0., la nueva Ciudad de Dios, telos satisfecho de la parusía digital. Una totalidad, en resumidas cuentas, inscrita en los abismos del sistema de sistemas, cadena de claves y comandos de la cual no somos más que alimento. El escritor es un radar.

Más precoz que la literatura ante ciertos impulsos, más sensible al advenimiento de los nuevos dioses y sus teologías, esas rutas ambiciosas han sido cartografiadas por el arte hace tiempo. A finales de los sesenta, Stelarc, el hombre que condujo a sus límites la tesis de MacLuhan según la cual el medio es el mensaje, pronosticó la obsolescencia del cuerpo, y desde Survival Research Laboratories, Mark Pauline y Chico MacMurtrie anticiparon en los setenta la comprensión del mundo como un teatro mecánico de la crueldad en la era de la plétora tecnológica. Hace medio siglo, pues, nuestros padres eran devastadoramente actuales. Por aquel entonces, antes incluso de la explosión de Internet, J. G. Ballard, el gran animal literario de su tiempo, acuñó en Crash el concepto de posibilidad ilimitada, la evidencia de que el símbolo de la época era la ausencia de un hiato entre la enunciación de un deseo y su plasmación.

El futuro de la literatura, que no es lo mismo que la literatura del futuro, no puede renunciar a esa doble vocación de forense y radar. El resto es agitación y bluf, la episódica reiteración de una práctica que nada tiene que ver con la creación, sino con su fantasma.

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