La excepcional gente corriente
Los relatos de 'Visión binocular', de Edith Pearlman, contienen regocijo, emoción y sorpresa
Abro el libro y está el prólogo de Ann Patchett, donde se pregunta cómo es posible que Edith Pearlman (Providence, Rhode Island, 1936) hubiera sido, hasta hace unos años, una autora apenas conocida. Patchett apela a la riqueza y profundidad de la escritura de la autora y a la conjunción de talento, disciplina e inteligencia brillante. No puedo estar más de acuerdo, supe de Pearlman en Miel del desierto, en Alianza, un libro publicado el pasado año pero posterior en escritura a los relatos que se encuentran en Visión binocular (una selección de los muy buenos), y me declaré adicta y ferviente lectora de su escritura. Les diré que Pearlman publicó su primer libro a los sesenta años y que Visión binocular ha recibido numerosos premios.
Los cuentos de Pearlman los habitan muchas mujeres, también hombres, en mundos bien diferentes y en lugares y tiempos bien distintos. Personajes que lo mismo transitan un Londres bombardeado, un país centroamericano, un París desbordado tras la guerra, Bangor en el Estado de Maine, memoria de Rhode Island, y naturalmente Godolphin, que también está en Miel del desierto. Zonas residenciales, un hospital, casas en la playa, centro de acogida de desplazados… Están el judaísmo y sus rituales, tanto como práctica habitual como por recuerdo sentimental. Y voces que se escuchan en francés, polaco, yiddish, inglés, alemán, español… Todo relato (treinta y cuatro en Visión binocular) es una aventura apasionante donde la pericia técnica no desbanca ni empaña la exquisita sensibilidad con la que Pearlman aborda tanto las historias que trata como a los personajes que las habitan. Gente corriente dotada de la excepcionalidad que procura la voz, un gesto, una mirada, o una palabra ocupando el lugar apropiado. También está la mesa bien puesta, los trajes vistosos, los zapatos desgastados, la cabaña sin luz, el lago alimentado por un manantial, la habitación de una casa familiar donde dos primos adolescentes aprenden tanto ruso como a reconocer el deseo en sus jóvenes cuerpos. Y hay música, aunque las notas del piano y el chelo, son memoria de un tiempo joven. Y no me olvido del paso apresurado de una mujer mayor que se ha apropiado de un carísimo pañuelo de gasa en tonos azules (‘Fechorías’), porque en él ha visto “el malva del mar a la puesta de sol, el azul verdoso de los juncos de la orilla, el plata del rocío. el brillo des los ojos de Henry de joven y el velo nublado que tenían de viejo. El estampado geométrico de los pijamas de sus nietas. Los vestidos de sus damas de honor…” Y allí estaban también “…las venas de sus manos, y el zafiro del cielo de París al anochecer…”.
Y así, sigue y sigue Pearlman, embelesando, golpeando y atrapando, y cuando piensas que no se puede superar, llega el siguiente relato y cambia de registro, de lugar y de situación y la emoción se renueva y crece y deseas que se acabe para ver cómo se resuelve, aunque no existe tal resolución pues este no se cierra sino que sigue andando más allá de quien lee, como la vida misma, y un día sucede a otro que puede ser tan parecido y a la vez tan distinto. Pero también y al tiempo, deseas que el libro que lees no finalice y que lo que contiene sea escritura interminable. Me hubiera gustado decirles cuáles son mis relatos preferidos, pero esto hubiera ocupado la totalidad de este texto. Así que les digo que este libro contiene regocijo, impacto, emoción y sorpresa. Disfruten y recomiéndenlo.
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Autor: Edith Pearlman.
Editorial: Anagrama (2018).
Formato: tapa blanda (512 páginas)
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