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puro teatro
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Pou, más grande que Moby Dick

Soberbio montaje de Andrés Lima, que atrapa la esencia romántica del capitán Ahab

Marcos Ordóñez
De izquierda a derecha, Oscar Kapoya, Josep Maria Pou y Jacob Torres, en una escena de Moby Dick.
De izquierda a derecha, Oscar Kapoya, Josep Maria Pou y Jacob Torres, en una escena de Moby Dick.david ruano

Juan Cavestany va al hueso en su estupenda adaptación de Moby Dick, recién estrenada en el Goya barcelonés. Novela desmesurada, ciclópea, sacudida por un viento de pasión insana y fatal, está aquí esencialmente en 90 minutos. Se centra en la locura del capitán Ahab (“Un nombre maldito, en honor de un rey malvado”), en su pesadilla de muerte, donde parece anhelar vencer y a la vez caer en las fauces del monstruo, ser carne de su carne. Josep Maria Pou, que en 2003 ya se acercó a Melville a través de Bartle­by, otro loco egregio, aborda en cuerpo y alma este Ahab que, bajo las órdenes de Andrés Lima, es uno de sus mejores trabajos. ¡Qué bien resuena el lenguaje de Melville, con toda su grandeza shakespeariana, en su imponente voz! Puede que haya algún exceso tronante en la entonación, pero comprendo que no estamos ante una entrega naturalista: ni el personaje ni el lenguaje lo son. Su composición le acerca también a Edgar Allan Poe, que fue una poderosa influencia en Melville: en su Ahab diría que late la melancolía fúnebre y romántica de Roderick Usher (hay romanticismo rampante en la invocación demoniaca de Ahab a la luz de los relámpagos), y sobre todo el impulso de Arthur Gordon Pym. Viendo y escuchando a Pou pensé en Poe, que casi riman, y en el protagonista de su única novela, también ballenero, también de Nantucket, también atrapado al final en el vacío de lo blanco. Y pensé en la frase última de González Ruano en su lecho de muerte: “El terror es blanco. La soledad es blanca”.

Imponente voz e imponente figura, ideales para el capitán. Pou, que ya fue Welles en escena, es aquí más Welles que nunca. Su abrigo negro evoca a un enorme cuervo (o un albatros que pasó al otro lado), sus movimientos son los de un ser atormentado, corroído por el dolor de la pierna amputada, el hueso clavado en el muñón, tan mal cicatrizado como la herida de su alma, con el arpón, emblema obsesivo, como la auténtica vara que le sostiene.

La cuidadísima puesta de Lima tiene un fulgor operístico, con Pou como bajo profundo que parece alternar arias y recitativos. Jaume Manresa, que ya ha compuesto soberbias piezas para el director (con Medea a la cabeza), firma partitura y espacio sonoro. Los coros de 40 voces, jóvenes y graves, grabadas en Madrid bajo la dirección de Juan Pablo de Juan, imprimen una tonalidad de oratorio fantasmal, con lejanos ecos, quizás, de Billy Budd, de Britten. Las luces casi oníricas de Valentín Álvarez acaban convirtiendo el Pequod en un coche fúnebre. No vemos a Moby, pero la percibimos en esa sombra (blanca, naturalmente) que asoma como antes emergió una enorme luna, y rebufa, y crea grandes olas.

Hay para mí algo de gran demencia americana en esta obra, tanto en la desmesurada ambición del texto como en la naturaleza de su protagonista

Beatriz San Juan firma una escenografía tan sencilla como imaginativa. La proa del barco, el sillón de Ahab, las cuerdas que llevan al palo mayor, y al fondo una maravillosa serie de proyecciones creadas por Miquel Àngel Raió, que parecen envolver todo el barco: el agua que ruge y golpea, los perfiles de los marineros y los destellos de las ballenas que no tardarán en llegar, como los indios que acabaron con el enajenado Custer en Little Big Horn. Hay para mí algo de gran demencia americana en Moby Dick, tanto en la desmesurada ambición del texto como en la esencia de su protagonista (“Soy la locura enloquecida”, dice el capitán). Algo de daguerrotipo fundacional: inevitable pensar en Lear o en Lope de Aguirre, aunque sobre todo en estadounidenses de leyenda negra como Roy Bean, Hank Quinlan o el coronel Kurtz, antihéroes alucinados, poseídos por la violencia y el odio, pero también por la pasión. Todo eso veo en la encarnación de Pou.

Oscar Kapoya es un Pip que tiene algo de bufón triste y aterrado: me recordó a un joven Helio Pedregal en el monólogo de la cobardía. Estoy de acuerdo con Jacinto Antón en una pega: Lima le ha marcado unos andares un tanto simiescos que rozan el estereotipo colonial. Jacob Torres, pletórico de claridad, encarna a Starbuck, Ismael y otros. Se enfrenta a Ahab con fuerza, y al final no puedes evitar verle, igual que a Pip, como a otro huérfano del capitán paternal y despótico. Me vuelven y resuenan ahora los tres días de la caza: un tour de force final de 15 minutos y ritmo creciente, con Pou embravecido, y la vela desplegada, donde acaba proyectándose el ojo de Moby como el de un Dios terrible que castiga a quienes osan desafiarle. Sensacional espectáculo, de lo mejor que ha dirigido Andrés Lima, con proa, nunca mejor dicho, a una larga gira. Y una interpretación de Josep Maria Pou que quedará en el recuerdo.

También quiero recomendarles Una vida americana, de Lucía Carballal, en el madrileño teatro Galileo. Comedia inteligente, original, imprevisible, llamada a conseguir un gran éxito, aquí y fuera. Estupendo cuarteto actoral, encabezado por Cristina Marcos en un papelazo a su medida, tras las huellas de Amparo Baró. No hay que perderse esa función.

Moby Dick, de Herman Melville. Teatro Goya (Barcelona). Director: Andrés Lima. Intérpretes: Josep Maria Pou, Jacob Torres, Oscar Kapoya. Hasta el 18 de marzo.

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