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Consciente de su propia agonía, el barítono ruso se despide de la vida aullando "Maldición"

Rigoletto ha muerto

Dimitri Hvrostovsky interpreta el papel verdiano en una sobrecogedora grabación póstuma

Rigoletto ha muerto, siento comunicarles la desgracia. Yo mismo tarde en percatarme de la envergadura de la tragedia. Me impresionó  descubrirla a semejanza de una mala premonición el fallecimiento de Dimitri Hvorostovsky. Tan joven (55 años). Y tan valiente en su pugna contra el cáncer que carcomía su cerebro, pero no había tenido noticia de una grabación póstuma que representa un testamento lejos de todo sentido metafórico. Y que implica la defunción de Rigoletto mismo, en la identificación del barítono ruso y el bufón verdiano.

Se habían encontrado muchas veces en escena. Pero no lo habían hecho nunca en el gesto extremo de la agonía. Hvorostovsky sabía que estaba muriéndose. Interiorizaba su propia maldición, como hace Rigoletto en la exhalación del segundo acto y del último. Maledizione, proclama el jorobado en su angustia y en la crueldad de un destino inmisericorde.

Maledizione, Dimitri, Maledizione. Ha muerto el cantante ruso. Y nos ha dejado como último testimonio una grabación que se escucha desde ultratumba. La ha puesto en el mercado un sello modesto, Delos, aunque no procede hablar de mercancía, sino de una elegía entre la tierra y los infiernos. Tanto se ensimisma Hvorostovsky en la fatalidad de Rigoletto que terminan dándose muerte, aunque no hubiera concebido Verdi un final así al viejo descarriado. Verdi -y Piave- condenan a Rigoletto con la vida, desprovista de su única referencia afectiva: Gilda.

Hvorostovsty arrastra a Rigoletto. Y al revés. Se apuntala el uno al otro. Se miran al pavor del espejo. Por eso no debe hablarse de una intepretación, sino de un “pathos”, de un viaje espectral que impresiona escuchar bajo estas insobornables sugestiones metafísicas.

Extraño este disco del que les hablo. Porque está concebido en Lituania. Con la Orquesta Sinfónica de Kaunas. Con un maestro cuyo nombre les dirá muy poco, Constantine Orbelian. Y con un reparto deslumbrante, aunque Hvrostovsky se ocupa de apagar las velas en su propio réquiem. Impresiona escucharlo no ya por su batalla contra la muerte, sino por toda la gravedad y matices con que se desenvuelve el jorobado de Mantua travestido no de bufón sino de la agonía de su mediador vocal. Es tierno y sensible. Mordaz y malévolo. Cruel y patético. Voraz y frágil. Fatalista y acongojante.

Hvrostovsky exige un esfuerzo de introspección. Nos hace llorar. Y hasta el sobreagudo de su dúo con Gilda -un “la” corpulento y brutal- se escucha como un grito desesperado, como un aullido. Y no es que grite Dimitri, pero se desboca como el viento metálico del Apocalípsis.

Terminan agradeciéndose los momentos de la ópera en que se ausenta Rigoletto. Y adquiere la grabación mayor estilización y convencionalidad. Se diría incluso que Nadine  Serra concibe su papel con la asepsia de una grabación al uso. Y que esmera sus fabulosas prestaciones lejos de la conmoción con la que acecha Hvrostovsky. La oscuridad  del bufón ofrece el paradigma de la luz a quienes le rodean. Especialmente Francesco Demuro, un duque de Mantua refinado y valiente que frasea con distinción -memorable el pasaje “pavarottiano del dúo del primer acto- y que se permite el alarde de un re natural en el desenlace de la cavaletta del tercer acto.

Se percibe un estado de gracia en las sesiones. Y hasta una orquesta tan lejana del idiomatismo verdiano como la lituana suena intensa e incandescente bajo la batuta de Orbelian, cuyo papel de “intermediario” se resiente positivamente del dolor de la grabación toda ella.

Imponente el Sparafucile de Andrea Mastroni. Emotiva la Magdalena de Oksana Volkova, secundarios de lujo en un cuarteto que presagia la noche oscura de Rigoletto. Y que representa la agonía de Hvrostovsky en un adiós a la vida desgarrador. Maledizione, Dimitri. Maledizione.

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