Cuando el Teatro Real fue irreal
Las maldiciones y la negligencia política conspiraron para malograr la apertura del templo
Los 32 años que transcurrieron desde que se coloca simbólicamente la primera piedra del Teatro Real (1818) hasta que se pone la última (1850) demuestran que el proyecto pudo eternizarse como una cantera maldita, esclerotizarse en su propio gigantismo, hundirse en su cráter. Tres décadas estuvieron las obras expuestas a los ojos de los madrileños en un punto neurálgico de la ciudad. Tanto se observaban progresos como sobrevenían las interrupciones. O proliferaban las iniciativas extravagantes para colaborar a la erección del teatro, empezando por un impuesto sobre los alcornoques que se estableció en 1826.
No aparecían licitadores para terminar el Teatro. Y llegó a asimilarse la sensación de que el Real sería siempre irreal, entre otras razones porque los cimientos del templo operístico quedaron desnudos desde 1837 hasta casi junio de 1850, cuando Isabel II y el coronel del Estado Mayor, don Leonardo de Santiago, movilizaron las instituciones para acabar con la maldición. Prosperaron más las obras en cuatro meses que en 40 años. Y pudieron conjurarse los peores presagios de la obra inacabada.
El fantasma reapareció con su vuelo jadeante y sus pesadas cadenas en 1988. Había convenido el Gobierno socialista devolver al Real su naturaleza operística. Era una decisión arriesgada, inequívoca, que consentía al teatro una oportunidad de resurrección y que lo preservaba de las antiguas tentativas de demolición, pero las obras adquirieron una rutina desesperante y se fueron malogrando todos los compromisos presupuestarios y todos los plazos de reinauguración.
Que se lo digan al maestro Antoni Ros-Marbà. Fue designado cinco años director musical del Teatro Real y su contrato expiró sin haber podido dirigir una sola función. La fecha acordada para inaugurarse apunto a 1992 por su valor simbólico. Y hasta se había hipotizado una Carmen con Teresa Berganza, Plácido Domingo y Joan Pons, pero la rehabilitación se convirtió en una mezcla de negligencia política y de insolvencia técnica.
Se diría que los antiguos espectros del Real se habían conjurado en un akelarre. El dinero público se dilapidaba entre promesas y voluntarismo, un agujero negro de la gestión socialista que terminó engullendo al arquitecto que se había escogido para reflotarlo: José Manuel González Valcárcel.
Sucedió en 1992. Y lo hizo en presencia de algunos periodistas que compartíamos una visita rutinaria a la eterna cantera eterna. Rodríguez Valcárcel se desmoronó en nuestra presencia. Un infarto lo abatió. Y sobrevino la convicción del teatro maldito. El presupuesto declarado para erigirlo había pasado de 5.800 millones de pesetas a 16.500. La fecha se convirtió en un enigma. Y el proyecto moría con su propio autor, no porque escondiera los planos en una caja fuerte, sino porque se demostraron inviables muchas de sus soluciones. El pragmatismo y la sensatez de Rodríguez Partearroyo remediaron el peligro de la obra inacabada.
Había sido escogido para retomar el plan y le concedió el aspecto que hoy presenta. Por fuera y, sobre todo, por dentro. Quiere decirse que la verdadera obra del Real -de la maquinaria escénica al aire acondicionado, de las salas de ensayo a las dependencias administrativas- le resulta inapreciable a los espectadores. Se percibe más que se observa.
Y los ha reconciliado con un templo cultural que las administraciones socialista y popular se preocuparon de atormentar o de instrumentalizar. Se dijo a los melómanos que el coliseo iba inaugurarse con La favorita, o con Don Giovanni, o con Don Carlo. Se les habló de El caballero de la rosa y de Macbeth, pero sobre todo se les distrajo cada noche con un cuento de Scherezade. La inauguración prometida en 1992 se prolongó al 93. Y al 94. Y al 95. Y al 96. Hubo comisiones de expertos, proliferaron las pericias internacionales. Y se anunció en julio de 1996 el hito de la fecha definitiva. “Parsifal”, de Wagner, el 18 de octubre.
No ocurrió así. Ni la fecha. Ni la obra. Los vaivenes políticos malograron la idea y se cebaron en el director artístico que la administración socialista había nombrado para encargarse de subir hasta a la cima la piedra de Sísifo: Stéphane Lissner.
Impresiona escribir o leer su nombre por la reputación que alcanzó después de irse de Madrid. Su currículum ha incorporado los templos de la Scala y de la Ópera de París, pero entonces no era sino un inquieto agitador cultural con méritos contraídos en el teatro Châtelet.
Aceptó el puesto envenenado. Dimitió antes de abrirse el Real, fundamentalmente porque se produjo un cambio de guardia en el Gobierno español y porque los populares asumieron la gestión de la gran y maldita obra socialista. Se antojaba una sarcástica paradoja. Y reaparecían de inmediato los peores hábitos de la injerencia política. Lissner denunciaba las presiones de Cultura para obligarle a estrenar una ópera de José María Cano (Luna) y decía sentirse maniatado por las presiones de Miguel Ángel Cortés (secretario de Estado). Pretendía imponérsele, verbigracia,que la Orquesta Nacional de España fuera la titular del foso pese a su inexperiencia operística.
La escandalera redundaba en el efecto imantador que parecía tener el Real respecto a las catástrofes. Trascendió, por ejemplo, que la gran lámpara del techo -dos toneladas y media- se había desplomado sobre el patio de butacas (noviembre de 1995). No hubo víctimas, o no hubo otra víctima que el Real, expuesto a una suerte de escarnio permanente en los medios de comunicación. Tuvieron que sustituirse las sillas del teatro después de haberse adquirido e instalado porque se descubrió que no eran ignífugas, recrudeciéndose el estigma de los números rojos hasta extremos descomunales: el Teatro Real iba por fin a inaugurarse el 11 de octubre de 1997. Sin Lissner. Sin Wagner. Y sin Lorin Maazel, contratado para las funciones fantasmas de Parsifal que nunca llegaron a oficiarse.
En su lugar, la nueva intendencia -Juan Cambreleng/ Luis Antonio García Navarro- proponía a los espectadores “La vida breve” y El sombrero de tres picos. Un homenaje a Manuel de Falla que resucitaba la ópera y el ballet en Madrid en su acervo patrimonial. Y que ponían a prueba la capacidad del Teatro Real después de habérsele requerido al erario público no 5.800 millones ni 16.000, sino 21.199 millones y 853 pesetas.
Se desprende de unos y otros datos la peculiaridad del 20 aniversario de la reinauguración (1997) y del bicentenario mismo, sobre todo porque el Real, expuesto a cierres, multiusos, degradaciones, ha sido teatro de ópera menos de un siglo (95 años), pero se acerca al cumpleaños de 2018 en un estado de salud abrumador. Y no sólo por la tecnología que lo habita o por su reputación creciente entre los coliseos occidentales, también porque ha logrado la independencia económica en los tiempos de la mayor crisis financiera de España y ha neutralizado las injerencias políticas.
Babelia
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