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Columna
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La subversión por la belleza

La creencia insensata en el progreso ilimitado parecía la única forma de racionalidad. La realidad rescata del ridículo a los viejos utopistas

Antonio Muñoz Molina
Tarjeta de afiliado de William Morris a la Federación Democrática en 1883.
Tarjeta de afiliado de William Morris a la Federación Democrática en 1883.Ilya KryloV

Simone Weil dice que una de las necesidades vitales de las personas de clase trabajadora es la belleza. Sin belleza en la vida cotidiana y en los procesos mismos y en los resultados del trabajo no hay justicia social. No sé si Weil llegó a conocer los escritos y las obras materiales de William Morris, pero de un modo u otro le llegó su influencia, en parte porque el movimiento de vindicación del trabajo artesanal y de búsqueda de la educación y la justicia que Morris y los amigos de su círculo iniciaron se extendió por toda Europa, en parte también porque su sensibilidad personal está empapada del mismo espíritu que alentaba en Weil, y que ya se había manifestado mucho antes en la obra de William Blake y en la de Thoreau: un rechazo de los poderes destructivos y esclavizadores desatados por el industrialismo; una defensa no tanto de paraísos retrógrados anteriores a la Revolución Industrial, sino de formas de relación personal con el trabajo, la vida comunitaria y la naturaleza que equivalían a una forma radicalmente alternativa de economía y de desarrollo. Hasta hace no mucho, figuras como William Blake, Thoreau, John Ruskin, William Morris, Weil eran contempladas con una condescendencia despectiva. Una ortodoxia a la vez capitalista y marxista proponía que el único progreso posible, bien hacia el socialismo o hacia la plenitud del libre mercado, era el crecimiento industrial, o lo que se llamaba en lenguaje marxista el desarrollo de las fuerzas productivas. La creencia insensata en el progreso ilimitado parecía la única forma posible de racionalidad.

La obstinada realidad vuelve actuales y rescata del ridícu­lo a los viejos utopistas, los que avisaban de que el emponzoñamiento de los ríos y la destrucción de los árboles y de los delicados ecosistemas humanos de las ciudades eran algo más que pecados contra la sensibilidad estética de personas ilusas, cuando no rastros de sentimentalismo pequeñoburgués. Los mismos humos de carbón y de gasolina que oscurecen los mármoles de las estatuas envenenan con micropartículas hasta los últimos reductos de los tejidos pulmonares y provocan cánceres y enfermedades respiratorias. Tormentas tropicales más destructoras que nunca y fuegos que arrasan bosques en este otoño con temperaturas de verano y desierto no son una advertencia de lo que puede venir, sino la prueba de lo que ya ha llegado y se agrava a mucha más velocidad de la que nadie imaginó.

Morris sabía que la destrucción y la fealdad no eran hechos accesorios, sino elementos tan centrales de la injusticia como la brutalidad del trabajo en las fábricas y el sometimiento de los obreros a un sistema de producción en el que a nadie le estaba permitido disfrutar del resultado de su esfuerzo, y por tanto del sentimiento de la propia dignidad y de la posibilidad de la alegría. Discípulo de John Ruskin, Morris contraponía la labor soberana y sabia del artesano a la monotonía humillante del trabajo proletario en la fábrica, que convertía al ser humano en un accesorio de la máquina.

Morris sabía que la destrucción y la fealdad no eran hechos accesorios, sino elementos tan centrales de la injusticia como la brutalidad del trabajo en las fábricas

Construir objetos bellos y útiles o participar en su creación es una fuente segura de felicidad; también vivir en lo posible rodeado de ellos. La visión utópica de William Morris tiene un anclaje práctico en lo diario y lo cotidiano de la vida. Lo útil de verdad siempre es bello. Lo superfluo, lo confuso, lo pesadamente ornamental ofenden a la vista y entorpecen la vida, y llenan el mundo de objetos innecesarios cuya única razón de existir es el sostenimiento de la producción en masa y la opulencia de los poderosos. “Bello es lo que el tiempo no hace vulgar”, decía nuestro Juan Ramón Jiménez, que tiene mucho del esteticismo humanista y social de William Morris, de su sentido del trabajo gustoso, el que ennoblece el espíritu y mejora la vida común.

A diferencia del iluminado teórico, que dice una cosa y suele hacer la contraria, el visionario práctico a la manera de Thoreau y William Morris predica con el ejemplo. Thoreau se complacía en sus vuelos románticos de contemplación, pero también se esforzaba en perfeccionar los lápices que fabricaba su familia y se dedicaba a un oficio tan exigente de precisiones como el de agrimensor, y tomaba datos exactos sobre las fechas de floración de las plantas, las pulgadas de nieve caídas cada invierno, el espesor de la capa de hielo en el lago Concord. El ejemplo persuasivo con el que predicó Morris muchos años fue el de los objetos cotidianos que ideaba y producía, los que comercializaba en su propia empresa, los que encargaba a otros o ayudaba a difundir: telas, papeles pintados, azulejos, vidrieras, muebles, tipografías, libros enteros, editados con un máximo de claridad y belleza, como los panfletos que empezó a escribir y a imprimir cuando comprendió que su activismo práctico no sería efectivo sin un valeroso activismo político.

No hay nada que no sea singular y memorable en la exposición sobre William Morris recién abierta en la Juan March: pero a mí casi lo que más me conmueve es esa vitrina dedicada a sus folletos de propaganda socialista, con sus ilustraciones de soles radiantes, de campos fértiles, de trabajadores, hombres y mujeres, protegidos por alegorías clasicistas de la Libertad y la Justicia, exaltados en la defensa del sufragio universal, la jornada de ocho horas, la educación para todos. Las consignas de emancipación están escritas con una tipografía admirable. Un mismo impulso abarca la vindicación de la igualdad entre los sexos, la del trabajo digno, la de los bosques preservados para el disfrute de todos. “No creo en el arte para unos pocos, igual que no creo en la libertad ni en la educación para unos pocos”, escribió Morris. No se me ocurre una mejor declaración ética y estética.

La belleza y la racionalidad pueden contagiarse, igual que se contagian la fealdad y el trastorno. El ejemplo de William Morris se extiende a la Secesión Vienesa de principios del siglo XX y de ahí a la Bauhaus, al modernismo catalán, a las audacias visuales y formales de Lloyd Wright en Estados Unidos. La exposición en sí misma incorpora en la práctica el espíritu de William Morris, además de mostrarlo: en la bella austeridad de las tarimas de madera, en los dinteles de las salas, en la limpieza y la claridad del espacio. Al visitarla ingresa uno en un paréntesis de serenidad y aprendizaje deslumbrado que es un consuelo en estos tiempos de encono estéril, sin esperanza ni belleza.

‘William Morris y compañía’. Fundación Juan March. Madrid. Hasta el 21 de enero de 2018.

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