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sillón de orejas
Columna
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Crepúsculo de los espías

John Le Carré vuelve al terreno que mejor controla, la Guerra Fría, y Javier Marías escribe su mejor novela desde 'Tu rostro mañana'

Manuel Rodríguez Rivero
Richard Burton y Claire Bloom, en 'El espía que surgió del frío'.
Richard Burton y Claire Bloom, en 'El espía que surgió del frío'.cola images

1. Le Carré

El 5 de septiembre finalizaba el “embargo” —una moda editorial perfectamente idiota— de la muy esperada A Legacy of Spies (Viking), de John le Carré; ese mismo día a las nueve de la mañana me encontraba en la sucursal de la librería Barnes & Noble de la neoyorquina Union Square con objeto de hacerme con un ejemplar. Mitomanías aparte, la prisa por adquirirlo estaba motivada porque esa misma noche regresaba a España y, la verdad, no se me ocurría mejor modo de pasar las horas insomnes del vuelo que hincándole el diente a la última novela (la 24ª) de quien consiguió elevar el relato de espías a la condición de gran literatura. Y lo cierto es que su lectura logró que se me pasaran el tiempo y las siempre ominosas turbulencias atmosféricas casi sin darme cuenta. Con A Legacy of Spies Le Carré regresa al terreno que mejor controla: la Guerra Fría. La novela, que puede considerarse a la vez como precuela y posfacio de El espía que surgió del frío (1963) —probablemente la mejor que ha dado el “género” hasta la fecha—, rescata a (y está contada por) un viejo amigo de los lectores de Le Carré: Peter Guillam, lugarteniente y reclutador (Scalphunter) de Smiley en su época del Circus. Ahora, muchos años más tarde, viejo y jubilado en su casa de Bretaña, se ve obligado a salir de su retiro para enfrentarse a una demanda judicial de los hijos respectivos del agente Alec Leamas y su amante comunista Liz Gold, que cuestionan (con flagrante oportunismo) su actuación en la desastrosa operación Windfall, que se saldó con la muerte de ambos en el muro de Berlín al final de El espía que surgió del frío. Se trata de una novela moralmente compleja y ambigua y extremadamente romántica —la historia de amor de Guillam con Tulip es tan intensa como la de Leamas y Gold—, en la que se enfrentan viejos luchadores de un mundo distinto y bipolar con una nueva generación que ya no entiende qué, por qué y cómo hicieron lo que hicieron (“el patriotismo está muerto, tío; el patriotismo es para niños”, dice uno de ellos). Ignoro si Plaza & Janés (Penguin Random House) ya la ha comprado y mandado traducir. Pero si la pueden leer en inglés, no esperen más tiempo.

2. Marías

El nada aleatorio azar editorial quiso que la siguiente novela en que he estado sumergido, ya en Madrid, fuera Berta Isla (Alfaguara), de Javier Marías, con la que A Legacy of Spies tiene tantas cosas en común. A estas alturas —y tras uno de los más apabullantes bombardeos mediáticos y críticos de los últimos años— no pretendo decir nada original. Marías ha escrito su última novela —para mi gusto la mejor desde la monumental Tu rostro mañana (2002-2007)— en 371 días “fructíferos” a lo largo de más de dos años; yo la he “consumido” en 16 horas distribuidas en menos de cuatro días: uno casi se siente culpable de apurar tan rápidamente el largo, difícil, inseguro trabajo de un escritor. Como me ocurrió con alguna de sus últimas novelas, tardé en entrar en la historia, lo que atribuyo en cierto modo al peculiar modo compositivo de Marías, que avanza “con brújula” y también va enterándose de su historia poco a poco. Pero, como también me ocurre siempre, en un momento dado todo lo leído adquiere densidad, se recompone y se arma prodigiosamente. Y a partir de ahí el relato fluye fácilmente, se despliega y rapta al lector. Marías, como Le Carré, ha vuelto sus ojos al pasado y recupera a personajes (Wheeler, y sobre todo Tupra), al tiempo que construye vigorosamente otros nuevos, como Nevinson (un espía reluctante) o la estupenda Berta Isla, tan carnal como la Beatriz Noguera de Así empieza lo malo (2014). Por lo demás, y bajo la falsa apariencia de una novela de y con espías (las referencias a El agente secreto, de Conrad, son muy pertinentes), lo que Marías plantea es una nueva suma de sus temas y motivos: el secreto, la traición, la necesidad de la doblez, las zozobras del matrimonio (Berta Isla es también una gran novela de amor), el improbable regreso de quienes se fueron y la espera de quien quedó atrás. Regálensela.

3. Siruela

Entre las muchas cosas buenas de la programación de Siruela (de cuyo catálogo ha desaparecido —y no seré yo quien lo lamente— la serie Alevosía), me quedo, en primer lugar, con la publicación (octubre) de la Narrativa completa de Hermann Ungar. No es que la obra del narrador moravo fuera desconocida en España: Seix Barral publicó en 1989 Los mutilados, y a principios de los noventa, Chicos y asesinos y La clase, en ediciones hoy inencontrables. Ungar (1893-1929), que frecuentó en Berlín a escritores como ­Roth, Zweig, Toller o Döblin, es uno de los mejores exponentes de una escritura, muy de la Centroeuropa de entreguerras, que conoce el psicoanálisis y se nutre del expresionismo literario; estoy seguro de que la nueva traducción de Isabel García Adánez permitirá un mejor acercamiento a su obra. Del resto de la programación elegida por Ofelia Grande y los editores Ana Laura Álvarez y Julio Guerrero —y en la que encuentro recuperaciones y remodelaciones interesantes, como El pequeño zoológico, de Robert Walser (noviembre; traducción de Rosa Pilar Blanco)—, me fijo sobre todo en La reina Cristina de Suecia, una novela póstuma de Dario Fo (octubre; traducción de Carlos Gumpert); en Siete pasos más tarde (octubre), nueva entrega de esos inclasificables y fascinantes ensayos poético-narrativos de Menchu Gutiérrez, una de las escritoras españolas que más me interesan, y en Caminando bajo el mar, colgando del amplio cielo (noviembre), un relato para adolescentes de Patricio Pron.

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