Mi único espacio de libertad
Esther Ferrer, premio Velázquez 2014, reflexiona sobre el papel del arte en vísperas de su gran exposición en el Reina Sofía
Con frecuencia me preguntan y me pregunto: ¿cuál es el papel del arte y del artista en este siglo XXI?
Una cuestión que me sorprende porque parece implicar que tiene un estatuto (categoría) particular (especial) frente a la de otros profesionales, y una cuestión también a la que no puedo responder más que a nivel personal. Cuando hago “arte” no soy consciente de “jugar” un papel específico, lo hago como persona, no como artista, entre otras cosas porque la mayoría de las veces no me identifico con el discurso artístico en boga. Me refiero a ciertos discursos logomaniáquicos sobre el valor del arte, su función profética, casi mesiánica, generadora de sentido y significación, los percibo como si quisieran convertir el arte en una religión (al final va a resultar que el opio del pueblo es el arte y no la religión como nos habían contado).
El arte, en mi opinión, es simplemente uno de los aspectos de la creación, que es multiforme, y su ejercicio significa libertad. Personalmente creo que es mi único espacio de libertad posible, el único límite es mi capacidad o incapacidad, y la única dueña de todo ello soy yo misma, lo que le aproxima al pensamiento anarquista.
Ambos dos (arte y anarquismo) tienen un punto en común, el de ser un compromiso personal libremente establecido y que, libremente también, decido practicar. En realidad pienso el arte como una práctica de la libertad, primero individual y luego, sin duda, social.
No caso con discursos logomaniacos sobre el valor del arte, su función profética. Los percibo como si quisieran convertir el arte en una religión
Entendido como tal, creo que el arte (como otras actividades) puede servir en todos los periodos de la historia, porque es algo fuera del tiempo, diría incluso que es atemporal, la creación está anclada en la naturaleza humana, existirá, pienso, tanto como dure nuestra especie tal y como hoy la conocemos.
La práctica del arte, para mí, es una vía de conocimiento, un intento de comprender el mundo, es reflexionar sobre la idea que cada cual tiene de sí mismo como ser pensante capaz de tomar las decisiones sin delegar esta capacidad en otro, sea cual sea ese otro: un rey/reina, un dios/a, un partido, un/a leader, una crítica/o o una artista genial.
Me gusta esta manera de pensar anarcocreativa porque no tiene una meta oficial. No hay paraíso ni artificial, ni real, ni proletario al final del camino. En realidad, no existe el camino, ya lo dijo el poeta: “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Un andar nutrido de un individualismo positivo, creativo, que lo opone a la conducta subordinada.
Siguiendo a Stirner, creo que el ser es único, diferente, y es precisamente esta unicidad la condición necesaria que permite la unión libre con el otro. Sin la independencia del único, no hay libertad porque no hay separación. Me gusta imaginar el trabajo artístico como la expresión de esta unicidad. En la conducta creativa no hay subordinación, pero puede haber insubordinación.
Supongo que el hecho de dar testimonio de esta unicidad (frente a la cada día mayor masificación) puede ser interesante e incluso útil. Útil en primer lugar para el mismo artista y luego quizás también para los otros.
Quizás el hecho de testimonio de individualidad es algo que puede justificar la inutilidad del artista.
Quizás el artista debiera ser un gran perturbador más, un perturbador profesional, aquel por el cual el desorden llega. Sin duda, Wallace Stivens tiene razón cuando escribe: “Un orden violento es un desorden y un gran desorden es un orden. Estas dos cosas son una sola”.
Pero esto no implica para mí que la/el artista tenga una función a, x o z (no es una funcionaria/o). A la cuestión que pudiera plantearme si, cuando se realizan obras que tratan una problemática político-social, su objetivo es cumplir una función, en mi caso, honesta y conscientemente, tengo que contestar “no” (dejando el inconsciente aparte, claro). Simplemente creo que responden a una necesidad de reaccionar frente a una situación que me afecta y que no puedo ni quiero dejar de lado. La cuestión, en estos casos, es encontrar una buena idea que vehicule eficazmente esta inquietud, cosa que desgraciadamente no me ocurre siempre, pero cuando ocurre, justamente, puede ser la ocasión de encuentro con el otro cuyo camino se cruza con el tuyo.
Una vez dicho todo esto, en realidad creo que no somos libres en absoluto y que no podemos soñar con serlo, o quizás es lo único que podemos hacer, soñar.
Mis obras simplemente creo que responden a una necesidad de reaccionar frente a una situación que me afecta y que no puedo ni quiero dejar de lado
Que en realidad no elegimos nada, que estamos condenados a remar en esta galera de la vida sin saber cuál es nuestra función en este multiverso infinito.
Quizás este texto estaba ya programado en mis genes y me es imposible escribir otra cosa que lo que estoy escribiendo. Quizás mi pensamiento es el resultado de una máquina que un día se puso a funcionar y que escapa totalmente a mi control, aunque yo tenga la ilusión de lo contrario, pero como es una máquina inteligente, esto último forma parte del juego.
Feliz o desgraciadamente, no sé nada sobre esto y quizás sea por ello por lo que mi mente puede creer, imaginar maravillosas teorías sobre el arte, sobre el papel del artista en nuestras sociedades posmodernas, globalizadas y conectadas, sobre la libertad y un etcétera muy largo.
Mientras paso el tiempo de vida que se me ha acordado remando en la galera, quiero pensar que tengo un papel que jugar (como todos mis congéneres) y que, si lo juego como es debido, algo puede cambiar. Finalmente, quizás, solo puedo o debo continuar abriendo camino pretendiendo que creo. Pero seguramente también esta última frase estaba programada.
‘Esther Ferrer. Todas las variaciones son válidas incluida esta’. Museo Nacional Reina Sofía. Del 26 de octubre de 2017 al 25 de febrero de 2018.
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