¿Le emociona la danza a paso de palio y embeleso de Ponce a un toro tonto?
Reflexiones veraniegas sobre el 47 indulto del torero valenciano y su espectáculo Crisol
Quién sabe si el torero Enrique Ponce está llamado a ser el gran revolucionario de la tauromaquia en el siglo XXI. Quién sabe si en su madurez de 28 años de alternativa, entronizado como gran maestro y reconocido por todos, ha llegado para modificar las estructuras, romper completamente con el pasado, -con la historia-, y crear un arte nuevo. Quién sabe si Ponce es el mesías anhelado, y José Tomás no ha sido más que un profeta retirado a destiempo tras mostrar el camino nuevo.
Algo debe haber después del espectáculo celebrado el pasado 17 de agosto en la feria de Málaga, la corrida picassiana-crisol, una idea del torero valenciano en la que se fusionan el toreo, la música, la pintura y hasta la religión, pues textos de Santo Tomás de Aquino y San Juan de la Cruz sonaron en el aire malagueño.
Enrique Ponce y su compadre Javier Conde -retirado de hecho y reaparecido para la ocasión- se anunciaron mano a mano con toros de Juan Pedro Domecq y Daniel Ruiz. Las tablas de las barreras, decoradas con motivos picassianos por el pintor Loren, y en los tendidos, una orquesta, un coro, la soprano Alba Chantar y los cantantes Estrella Morente y Pitingo. El asunto consiste en que los pasodobles son sustituidos por conocidas piezas, como ‘O fortuna’ del Carmina Burana, ‘El concierto de Aranjuez’, ‘Panis Angelicus’ de César Franck, ‘La misión’, ‘La conquista del paraíso’ de Vangelis, ‘Morir de amor’ de Aznavour, o Gwendoline de Julio Iglesias, que acompañan distintas fases de la lidia.
Quizá, el toreo del futuro consista en un cordero que obedece a un bailarín vestido de luces
Para el estreno se eligieron seis toros artistas terciados, nobles y descastados que sirvieron, especialmente, para que Enrique Ponce alcanzara la gloria terrenal, protagonizara el indulto número 47 de su carrera y extasiara a la concurrencia a los acordes de un poema de Santo Tomás bellamente interpretado por la esposa de Conde.
Algo debe haber cuando los espectadores que asistieron en directo al estreno de tan singular festejo parecían arrebatados y conmovidos ante un torero que parecía poseído por la experiencia mística de la transverberación, que se movía como si llevara sobre sus hombros el paso de palio de una virgen sevillana, embelesado y arrobado en un extraño misticismo mientras Estrella Morente decía ‘Volé tan alto, tan alto, que le di a la caza alcance’, y el público se enternecía, con la piel de gallina, entre el toreo reconvertido en danza clásica por Ponce, que parecía que andaba sobre las aguas, y la voz melodiosa y embrujada de la cantante.
Total, que Enrique se sintió elevado, con toda razón, a los altares, con el semblante transfigurado, sonriente y contemplativo a un tiempo, triunfador indiscutible y feliz con el éxito de su iniciativa.
¿Y el toro? Al toro quinto, en el que se produjo ese fenómeno cuasi religioso, lo indultaron; y ojalá siga vivo en el campo, aunque seguirá sin saber por qué demonios le perdonaron la vida.
Hay que reconocer que fue un espectáculo bonito, sí. ¿Pero es emocionante hacer filigranas ante un toro tonto?
Eso no es el toreo. O sí, quién sabe. Quizá, sea el toreo del futuro y aún sean pocos los elegidos capaces de encontrar la felicidad en ese nuevo espectáculo.
Pero no es el toreo clásico por razones varias. La primera, porque no hay toro. Ese juampedro de nombre ‘Jaraiz’ y 554 kilos, era un animal de laboratorio, dulce como el almíbar, bendito, bondadoso y artista en grado sumo, que nunca ofreció la imagen de un toro poderoso, fiero, bravo y de encastada nobleza.
¿Será Enrique Ponce el mesías esperado y José Tomás solo un profeta?
La segunda porque ese toro disminuido cede su protagonismo al torero y a la música, y no deja de ser un colaborador, un pinche, un comparsa.
La tercera, porque la emoción, inherente a la tauromaquia, es sustituida por el arrobo y el enajenamiento espiritual.
Y la cuarta, porque no son necesarios toreros heroicos sino artistas transfigurados en bailarines.
Enrique Ponce es un excelso torero que ha derivado a lo largo de los años en un especialista en mantener en pie a toros moribundos. Y con ellos suele expresar una tauromaquia personalísima, -una combinación de conocimiento, experiencia, misterio, teatralidad y toreo vacío-, que, por lo visto, mantiene el interés de muchos seguidores.
Ponce toreó de salón, se ha escrito; es decir, sin toro. Y un respetable crítico ha calificado su actuación como “una auténtica obra de arte”.
Pues si así es, no sé qué pintamos cuatro ilusos que aún soñamos que aparezca en un ruedo un toro de bella estampa, engallado y desafiante, fiero y noble, que haga una emocionante pelea en varas, que galope y persiga en banderillas, que repita y humille en la muleta con codicia y casta, y que venda su vida como un toro bravo. Y que se funda con un héroe humano, y entre ambos sean capaces de protagonizar el milagro de la emoción, una de las bellas artes.
Quizá, estemos equivocados; quizá, el toreo del futuro, la revolución necesaria, sea ese toro tonto de bueno que obedece como un cordero a un bailarín vestido de luces, y se gana la vida entre las notas musicales de Gwendoline.
Que disfrute ‘Jaraiz’ de la paz de la dehesa, y cuente a sus hijos lo que tienen que hacer para volver al cortijo si la fortuna les sonríe y caen en manos del prestidigitador Enrique, que, a este paso, seguirá en activo hasta que se vea obligado a hacer el paseíllo apoyado en un bastón.
Pero, mira que si Ponce está llamado a ser el revolucionario de la tauromaquia moderna, y José Tomás no ha sido más que un profeta… Misterios de la vida…
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