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SILLÓN DE OREJAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El pasado es impredecible

Los historiadores revisan la Guerra Civil. Jorge Herralde revisa su archivo

Manuel Rodríguez Rivero
David Theuwlis en una imagen de la tercera temporada de 'Fargo'.
David Theuwlis en una imagen de la tercera temporada de 'Fargo'.
1. Revisionismos

En uno de los últimos episodios de la tercera temporada de Fargo, mister J. M. Varga (David Thewlis), un villano particularmente siniestro, afirma que el pasado es impredecible. No he dejado de pensar en tamaño apotegma durante mi lectura de La crítica de la crítica (Siglo XXI), de Alberto Reig Tapia (1949), un historiador a quien vengo prestando atención desde los ochenta, cuando investigaba acerca de la terrible violencia y represión de la Guerra Civil y el primer franquismo. En su último libro vuelve a adoptar el tono militante que le caracteriza y que no excluye el empleo de la ironía y el sarcasmo despiadado. En esta ocasión su objeto es la historietografía —el neologismo es suyo— que nos han vendido, a menudo con notable éxito comercial, esos “historiadores” y politólogos que, en la estela del inefable Pío Moa —y, antes, de Ricardo de la Cierva—, tomaron fuerza a partir de la reacción promovida por los partidarios del rearme ideológico de la derecha a finales de los ochenta, rompiendo espectacularmente el “consenso historiográfico” en torno a la guerra de 1936-1939. Ustedes ya saben de qué van: que si la República fue un régimen ilegítimo, que si la Guerra Civil la iniciaron “en realidad” los cabreadísimos huelguistas asturianos que se rebelaron en 1934, que si Francisco Franco fue, en el fondo, un hombre todo ternura al que su patriotismo y sentido de la historia llevaron a alzarse contra aquel Gobierno ilegítimo y, tras tres años de guerra alargada por la pertinaz hostilidad de las izquierdas, llevar a cabo la misión de edificar un régimen autoritario para detener al verdadero totalitarismo de los enemigos de España, y, de ese modo, volver a poner a este país en el mapa de la Europa libre, etcétera. Reig Tapia desmonta implacablemente a los revisionistas con su “crítica de la crítica” de los (subtítulo) “inconsecuentes, insustanciales, impotentes, prepotentes y equidistantes”. A todos ellos, también a los todólogos del expertariado mediático que aventaron sus “hallazgos” urbi et orbi, como si, en vez de un intento de damnatio memoriae, se tratara de un nuevo paradigma historiográfico. Particularmente ilustrativo es el capítulo 3, en el que —a propósito de la biografía muy difundida de Franco (Espasa) de Stanley G. Payne (1934) escrita en colaboración con el “fascista reciclado de periodista” Jesús Palacios— se analiza con rigor (que no excluye la mala uva) la trayectoria del historiador estadounidense, desde sus celebrados libros sobre el fascismo y el Ejército español (que, por cierto, tuvo que publicar en Ruedo Ibérico para soslayar la censura franquista) hasta “su giro epistemológico de alcance copernicano” y su actual ausencia de rigor y ceguera histórica, algo, por cierto, reconocido por grandes hispanistas (nada bolcheviques) como Raymond Carr (1919-2015) o Gabriel Jackson (1921). Un libro polémico y agresivo de un historiador que no deja títere (historietógrafo) con cabeza, pero que deberían leer todos los interesados en cómo nos cuentan la historia cuando no sólo nos cuentan la historia.

2. Archivos

Me cuenta Jorge Herralde, cuyo long good-bye a la edición se prolongará hasta que el cuerpo aguante (como Elizabeth II, mi reina favorita), que en Anagrama llevan más de un año “ordenando y catalogando” el archivo de la editorial. Con un catálogo de calidad media sobresaliente compuesto por más de 2.500 títulos de autores de los cinco continentes publicados a lo largo de casi medio siglo, uno puede imaginarse lo que Lali Gubern, responsable de la tarea, y Susana Castaño, la becaria que la ayuda, estarán encontrando: correspondencias, avisos, tiquismiquis, cabreos, peticiones, rupturas, fotos. Supongo que deben de haberlo guardado todo, como las urracas, porque el editor me ha enviado amablemente fotocopia del tarjetón que le mandé cuando dimití como director adjunto de Alfaguara, en 1991. Me enumera algunas de las correspondencias encontradas con distintos autores y críticos, incluyendo —añade— “alguna otra que puedes suponer”, y que imagino que se trata de las notas y cartas enviadas por Marías en los tiempos en que el novelista y Herralde eran uña y carne: ¡lo que daría por leerlas! (también las de Herralde). El esfuerzo me parece encomiable, sobre todo en un país en el que el descuido y la desidia de las editoriales hacia su propio pasado es moneda corriente. En mi vida profesional he trabajado en varias editoriales, entre ellas dos pertenecientes a sendos grandes grupos; por cierto que, a la hora de preservar la memoria histórica, las grandes compañías son las peores, porque están más afectadas por cambios, estructuraciones y traslados, operaciones empresariales que son el mayor peligro para la supervivencia de los archivos de los editores. En una, la más antigua, la correspondencia histórica con autores de las generaciones del 98, del 14 y del 27 estaba ya hace años muy diezmada por robos o pérdidas; incluso hubo quien encontró en los traperos del Rastro cartas manuscritas de importantes autores dirigidas a sus correspondientes editores. Y, en otra, simplemente la correspondencia ha desaparecido; incluso la muy interesante y variada dirigida a Jaime Salinas, y que este, con la elegancia que le caracterizaba, había decidido dejar allí por estimar que formaba parte del patrimonio de la editorial, se había esfumado al poco tiempo de que el gran editor y maestro dejara el despacho. O, lo que es más chusco, quizás alguien, en alguna de las movidas y traslados que han afectado a los grandes grupos, decidiera que se trataba de papelote viejo y, como tal, lo enviara a algún ignoto almacén o mandara destruir como maculatura. Los archivos editoriales guardan una parte fundamental de la historia de la edición española, es decir, de nuestro patrimonio cultural. Debería ser tarea de todos conservarlos con esmero y permitir su acceso a los investigadores. Por eso me alegra que en Anagrama pongan su archivo en orden.

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