Los muertos vivientes nunca mueren
Las potencialidades simbólicas de los zombis, que George A. Romero introdujo en el cine moderno, aún están muy lejos de agotarse
A George A. Romero no le hacía ninguna gracia que los zombis corrieran a gran velocidad. Para ese artesano del cine fantástico que, en 1968, acuñó, de una manera más intuitiva que reflexiva, el arquetipo del muerto viviente, llamado a evolucionar como icono central en la poética del terror contemporáneo, era un verdadero sinsentido que un cuerpo putrefacto tuviera la energía para correr y lanzarse sobre sus presas con la ferocidad de un implacable depredador. El incremento en las capacidades motrices del zombi puede situarse en ese punto de inflexión en la revitalización del arquetipo que supuso 28 días después (2002) de Danny Boyle, pesadilla apocalíptica con guión de Alex Garland que relataba el avance de una catástrofe vírica en Gran Bretaña. El éxito de ese trabajo llevó al propio Romero a reclamar su propia posición de liderazgo dentro de ese territorio con películas como La tierra de los muertos vivientes (2005), El diario de los muertos (2007) y La resistencia de los muertos (2009), trabajos todos ellos que, lejos de abonarse a las facilidades de la nostalgia, se esforzaban por encontrar nuevos significados a ese conjunto vacío que era, en principio, el muerto viviente: los futuros distópicos y el relativismo moral asociado a la cultura de la sobresaturación de imágenes se revelaban nuevos matices temáticos en la revitalización de un arquetipo que, en la fundacional La noche de los muertos vivientes (1968), fue descifrado como espejo de las ansiedades de una sociedad sacudida por la oposición a la intervención norteamericana en Vietnam, y en la deslumbrante Zombi (1978) sirvió para reflejar la cara oscura de la inercia consumista.
Mientras Romero ponía a sus muertos vivientes a caminar de nuevo, Zack Snyder propuso un enérgico e imaginativo remake de Zombi en El amanecer de los muertos (2004) –una película cuyos títulos de crédito parecían sumar una nueva acepción a la polisemia del zombi: su irracional ímpetu como metáfora del terrorismo islámico-. Y, entretanto, Edgar Wright se atrevió, parapetado tras las estrategias de la parodia postmoderna, a sugerir en la desternillante Zombis Party (2004) que el ensimismamiento inmaduro y narcisista del sujeto contemporáneo hacía prácticamente indistinguible a lo vivo de lo muerto. A partir de ahí, los zombis crecieron y se multiplicaron en el imaginario del cine, la televisión, la historieta y el videojuego y resultaba inevitable pensar que, de hecho, un muerto viviente podía acabar significando casi cualquier cosa. Como escribía Jorge Fernández Gonzalo en su libro Filosofía Zombi, finalista del Premio Anagrama de Ensayo en 2011, el muerto viviente no es quizá otra cosa que el reflejo deformado de uno mismo: “Todo aquello que creía suyo visto ahora en estado de descomposición por efecto de esa otra plaga, mucho más velada que todos los cadáveres del mundo alzándose de la tierra, pero igual de virulenta, que supone el desarrollo de un nuevo capitalismo afectivo y mediático al que asistimos expectantes”.
En realidad, George A. Romero no fue el primero en utilizar al zombi en su valor alegórico. En su fundamental The Monster Show. Una historia cultural del horror, David J. Skal recordaba cómo las imágenes de muertos vivientes esclavizados en La legión de los hombres sin alma (1932) de Victor Halperin —la primera película en incluir el vocablo en su título original: White Zombie— evocaban las colas de racionamiento de la América de la Gran Depresión. Skal traía a colación las palabras de Katherine Hill, crítico de cine en San Francisco, que en su reseña bromeó en torno a la pertinencia de rescatar la economía con mano de obra zombi, dado que a esta “no le preocuparían las horas extra”.
Hay quien interpreta el actual estado de salud del subgénero zombi como la extenuante explotación de un filón comercial, pero, mucho más allá de que los vídeojuegos modalidad first person shooter hayan convertido el exterminio zombi en práctica cotidiana en las salas de estar de muchos hogares, lo cierto es que las potencialidades simbólicas de este monstruo moderno aún están muy lejos de agotarse. Tras convertirse en un éxito superventas en el terreno de la historieta, The Walking Dead se elevó a fenómeno masivo al convertirse en serie de televisión: su primer episodio rompía un tabú de representación en el medio —la muerte de una niña (zombi) por prescriptivo disparo en la cabeza— para, acto seguido, aplicar un matiz compasivo a todo intento de eliminar al muerto viviente por puro imperativo de supervivencia. En la serie de la AMC matar al zombi (valga la redundancia) supone honrar al humano que fue, mientras es la humanidad acosada por el apocalipsis la que va desvelando progresivamente su propia monstruosidad. Películas recientes como la coreana Tren a Busan (2016) han demostrado que aún hay potencial en el muerto viviente para el golpe de efecto espectacular, mientras que títulos como Melanie. The Girl With All the Gifts (2016) se han atrevido a cruzar la frontera conceptual de presentar al zombi como relevo evolutivo del ser humano.
Babelia
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