El tiempo que nos hace y lleva
El común de los mortales “sabemos” lo que es el tiempo siempre que no nos lo pregunten
1.Tic-Tac
Permítanme que llame su atención sobre dos excelentes ensayos acerca del tiempo y —de nuestra compleja relación histórica (es decir, temporal) y psicológica con él— de sendos cronistas experimentados en el arte de comunicar: Viajar en el tiempo (Crítica), de James Gleick (sí: el autor de La información, Crítica, 2013) y Cronometrados (Taurus), de Simon Garfield (sí, el de En el mapa; de cómo el mundo adquirió su aspecto, Taurus 2013). Ambos libros parten de un truismo: nuestra obsesión con el tiempo. Como San Agustín, el común de los mortales “sabemos” lo que es el tiempo siempre que no nos lo pregunten, de modo que conviene dar la bienvenida a libros como estos en los que, en el empeño de hacérnoslo entender, se utilizan datos y anécdotas provenientes de la ciencia, de la psicología, de la filosofía, del cine y de la literatura. Huir del tiempo es una forma de escapar de la muerte, nuestro mayor y más antiguo terror. De ahí, por ejemplo, la viejísima fantasía de construir máquinas que nos permitan escapar del presente, huir hacia el pasado —con la secreta esperanza de modificar el curso de la historia, ese gigantesco error que nos conforma— o hacia el futuro, para construir un porvenir radiante o, como en las utopías realizadas del siglo XX, espeluznante. Como H. G. Wells apuntó en La máquina del tiempo (1895), en ese viaje hacia delante nos podemos encontrar con pulcros e infelices comunistas eloi —que, además de aburridos, eran herbívoros— o con salvajes y dionisíacos morlocks, capaces de recurrir al canibalismo si las circunstancias lo requieren. Y si nos trasladamos al pasado, quizás tengamos la oportunidad de vengarnos de la Historia, de cambiarla, de introducir la penicilina en la Europa de la peste negra, de equilibrar las fuerzas en lo que sería Nueva España repartiendo mosquetes y cañones entre los mexicas, de asesinar a Franco el 16 de julio de 1936 o de apiolar a Pol Pot antes de que los jémeres rojos entren en Nom Pen. El tiempo —en términos filosóficos, la dimensión del cambio, o como creía Platón, la imagen móvil de la eternidad— ha sido entre otras cosas el escenario del eterno retorno, pero también la flecha con dirección fija (el reino de Dios, el paraíso comunista) o el río en cuyas turbulentas aguas nadie se baña dos veces. Viajar en el tiempo, huir, evitar quedarnos colgados de un presente eterno y aburrido (aunque, para T. S. Eliot en él están siempre contenidos el tiempo pasado y el tiempo futuro), como simbólicamente le ocurre al genial Harold Lloyd en la más icónica escena con reloj de toda la historia del cine (Safety last, El hombre mosca, 1923). Dos libros-enciclopedia amenos, sugerentes y muy bien documentados.
2. Fin de feria
Todos contentos. Este año todos están de acuerdo y hay poco lugar para lo que el redicho Ortega, utilizando el tropo de Agripa, llamaba la disonancia de las opiniones (diafonia ton doxon). Un 8% de aumento en las ventas, tras la relativa ataraxia comercial del último lustro, es para echar cohetes. Felicidades a Manuel Gil y a su equipo. Y felicidades también porque, por ahora, han tenido la decencia intelectual de no ofrecernos fulleras cifras de asistencia: ya no nos tendremos que imaginar a un funcionario ferial encaramado en una acacia y provisto de un aforador mágico. Quedan muchas cosas por mejorar: los váteres públicos, con colas que, a veces, superaban a las de los triunfantes youtubers; los nombres de las librerías, que los toldos impiden ver con claridad; los anuncios de firmas y actividades, todavía mejorables. Importante preparar la presencia del país invitado: lo de Portugal ha sido el primer éxito internacional de la feria madrileña. Por lo demás, el mismo día de la clausura recibo el informe semanal de LibriRed según el cual entre los 15 libros más vendidos en este país se encuentran siete de Planeta (incluyendo, en primer lugar, Patria de Fernando Aramburu), lo que indica quién sigue mandando en el sector. La feria necesita implementar mecanismos que favorezcan y expresen aún más la enorme bibliodiversidad del sector, sobre todo teniendo en cuenta que, según datos del ISBN, en 2016 hubo en España 3.000 editores o agentes editores que publicaron al menos un libro. Y, ahora, ánimo y a por la feria número 77.
3. ¡Madrid!
Conocí a Juan Madrid cuando muchos de ustedes aún no habían nacido; creo que fue el primer republicano que encontré en la facultad de Filosofía. Unos años después —y bastantes carreras ante la bofia de entonces—, ligó con una antigua novia mía de manera clandestina y torticera, algo que no contribuyó precisamente a afianzar una amistad que nunca estuvo muy atada. Luego nos perdimos de vista (a él le gustaba el Lower East Side como metáfora de un estilo de vida), pero seguí leyendo sus novelas más o menos negras (y alguna adaptación cinematográfica), y observando cómo evolucionaba y crecía su ambición de novelista. Por eso no me ha sorprendido encontrar en Perros que duermen (Alianza) el resultado de una lenta y constante evolución. El núcleo temporal de la novela se remonta a la Guerra Civil (Burgos, 1938) y a la sórdida posguerra de los vencidos. Madrid, que es historiador por formación, se ha documentado muy bien para el contexto. Los protagonistas principales son un vencedor camisa vieja (y, por tanto, no tan vencedor) y un republicano machacado en el penal del Puerto de Santa María. Hay, eso sí, el asesinato escabroso de una niña y una investigación con sorpresa. Y, por encima de todo, una magnífica novela de intriga, emoción y venganza.
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