La vida sin criterio
Existen pocas sensaciones parecidas a la de tomar el control de tus lecturas y hacerlo sin pautas
A los 16 años eres lo bastante joven y pretencioso como para saber cualquier cosa. De pronto, empiezas a tener ideas propias y a ir en busca de lo que te produce placer, como Las dos después de medianoche, de Stephen King. Llega un día que desertas de los planes educativos y te aventuras en tus lecturas. Desconfías de la gente que te dice todo el tiempo qué tienes que hacer. Eso te pone negro, como a Holden Caulfield en El guardián entre el centeno, ante el que tal vez pronto caerás rendido. Es tiempo de aborrecer la autoridad, aunque sea en forma de libros obligatorios. A cierta edad, la vida adquiere plenitud a medida que uno se abre paso solo y realiza sus propios descubrimientos.
Los actos de rebelión en la adolescencia a veces incluyen leer lo imprevisto. Nadie te lo pide; simplemente, quieres. Es un gran momento: quizá tu primer golpe de timón. Fue así como algunos, al principio de los noventa, abandonamos por la mitad el Libro del buen amor, que nos hablaba en español medieval de la sociedad del siglo XIV, y nos hicimos con un ejemplar de American Psycho, de Bret Easton Ellis, que trataba de nuestro tiempo. The New York Times había publicado una reseña titulada “No compres este libro”. ¿Qué más se necesitaba para ir a por él? Su lenguaje y sofisticada violencia nos fascinó. Incluso nos sentimos impresionados porque en una novela se pudiese decir “Ralph Lauren” en lugar de “traje”, o escribir “Coca-Cola Light” en vez de “refresco”. Ahí descubrimos que las novelas también podían estar cargadas de presente.
The New York Times había publicado una reseña titulada “No compres este libro”. ¿Qué más se necesitaba para ir a por él?
La rebelión contra los manuales y el academicismo estaba en marcha. No necesitábamos criterio. Existen pocas sensaciones parecidas a la de tomar el control de tus lecturas y hacerlo sin pautas. El caos posee su propio orden, y de su estilo desgarbado nacía una felicidad de la que nadie nos examinaba. Podía estar en un juego de manos de Agatha Christie o en una aventura de Stevenson. ¿Por qué no en Poe, o en Kerouac, o en Auster? Una semana la felicidad descubierta era Rayuela o una antología de Ángel González. Volabas solo, sin mapa, así que podías acabar perdido en Ahora me acuesto o Los asesinos o cualquier otro cuento de Hemingway, cuyas frases sencillas te desarmaban; en una novela de Patricia Highsmith, con esos personajes que hacían del crimen un estilo de vida, o en los relatos ochenteros de Sergi Pàmies (Debería caérsete la cara de vergüenza) o Quim Monzó (La isla de Maians), llenos de vida cotidiana y a la vez de mundos descabellados, donde lo trágico equivalía a comedia.
Entonces llegaba el día que cumplías los 18. Repuesto del impacto de Crónica de una muerte anunciada, por el que al fin diste gracias al programa de COU, entrabas en la biblioteca y te llevabas Así habló Zaratustra, de Nietzsche, por cambiar, o por presumir. No entendías demasiado y, como seguías sin criterio, lo abandonabas por Lolita. Entretanto, en casa tu padre no paraba de decir: “Hay que leer a los rusos”. Ahí estaba todo, añadía. Pero alguien te había hablado ya de¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, de un tal Carver, creador de un mundo que te resultaba más próximo y accesible que el de Crimen y castigo, de Dostoievski. Aquellos días la vida aún te parecía larga y pasabas sin detenerte por las estanterías donde aguardaban Emily Dickinson, Borges, Proust o Virginia Woolf. Tendrían su hora.
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