Desconectada
Desde hace días estoy sin Internet. Lo que en las primeras horas me pareció una catástrofe fue convirtiéndose en una experiencia intelectual
Desde hace unos días, la computadora en la que trabajo no tiene conexión a Internet. Lo que, en las primeras horas, me pareció una catástrofe fue convirtiéndose en una experiencia intelectual. Como cualquiera, estoy acostumbrada a ir a la biblioteca solo en casos extremos, como si hubiera olvidado que soy hija de los libros sobre papel. Pero, obligada por el silencio digital planetario, me di cuenta de que, si buscaba una traducción preferible o un sinónimo, era mejor mi viejo tomo del Oxford que las opciones de la web, donde a veces entramos con desidia, optando por el primer link que aparece. Me levanté y puse el Oxford sobre mi escritorio, con el cuidado de quien está pidiendo disculpas a un amigo con quien no ha hablado durante mucho tiempo. Después, coloqué a su lado el Larousse y el Slaby-Grossmann de alemán. Pero eso no fue todo.
Estaba escribiendo un ensayo sobre Juan José Saer y se me ocurrió contraponer el concepto de “tipo”, que nos llega de Lukács, con el de “tipo ideal”, que nos llega de Max Weber, para referirme a los personajes de Saer de un modo que me permitiera a mí pensarlos de nuevo. En vez de navegar por mi recuerdo de Max Weber y buscar la referencia bibliográfica en Internet, me levanté llena de coraje y tomé con las dos manos (porque pesa un kilo y medio) mi ejemplar de Economía y sociedad. Allí, en el primer capítulo encontré mis viejas marcas. Y, sobre todo, volví a leer las primeras 30 páginas. Al día siguiente, en vez de recordar la Poesía completa de Fogwill, sobre la que había escrito hace poco, volví a los estantes y me hice del libro real. Lo que iba a decir sobre Fogwill y Saer mejoró por ese único acto de osada independencia respecto del imperio digital.
Cuando terminé el ensayo sobre Saer, ya había mudado mi laptop, también sin Internet, a la mesa principal de mi estudio (1,80 × 2,20 metros). Sobre ella se elevaba una torre de más de 20 libros. Los fui ordenando de nuevo en los estantes. Escribir mi ensayo sobre “el personaje” (calculé) no me había tomado más tiempo que si, como una saqueadora de supermercado, en vez de libros, hubiera entrado a Lukács y Max Weber por Internet. Además, tuve la sensación, quizá engañosa, de que mis referencias estaban mejor trabajadas, con una libertad que Internet no termina nunca de regalarme. Seguramente el amo digital tenga razón por esa avaricia que disfraza como suntuosa disponibilidad.
Me pregunto si lo que fue la aventura de unos días en que revisité un paisaje arcaico podría convertirse en mi nueva vida, un revival, elegantemente vintage, como la moda de los discos de vinilo
Por otra parte, pensé, Saer, que murió hace 10 años, es probable que nunca usara la web para buscar nada, y se habría burlado de mí ya que era inevitablemente irónico. La misma sorpresa que experimenté al escribir sin asistencia digital le habría parecido el melindre de una académica atareada, no la preocupación de una intelectual respetable.
Ahora me pregunto si podría seguir escribiendo desconectada de Internet. Me pregunto si lo que fue la aventura de unos días en que revisité un paisaje arcaico podría convertirse en mi nueva vida, un revival, elegantemente vintage, como la moda de los discos de vinilo. Pero los discos de vinilo tienen ventajas inmediatamente audibles: el sonido está menos comprimido, los instrumentos parecen sonar en un espacio que no es plano, y especialmente en el jazz y el rock, la sucesión de temas revela el orden que los artistas o sus productores decidieron.
No estoy segura de encontrar cualidades equivalentes en mi ayuno de Internet. Por lo pronto, no podría escribir una nota en dos horas, como las que a veces exige la velocidad del periodismo político. Pero seguramente tampoco necesito mucho de la web si acepto escribir una de esas notas. La pregunta concierne a escritos más largos y, sobre todo, a escritos que se piensan antes de arremeter contra el teclado.
Quizá pueda ayudarme un experimento. No conectarme a Internet (supongamos que la compañía no reemplaza el defectuoso módem, que es el origen técnico de estas reflexiones) salvo en el caso de que lo que busco esté ausente de mi biblioteca. Esa difícil pero valerosa e intrépida resolución incluye la de no buscar mis citas en Kindle, en los casos en que posea y haya leído el libro impreso sobre papel. Redactar un catálogo de reglas precisas, como las que se aceptan cuando alguien va a Alcohólicos Anónimos o se pone a régimen. Esos mandamientos siempre me parecieron voluntaristas, pero quizás Internet ofrezca una oportunidad.
Como se ve, no hay aquí una diatriba. Hablo de mí, que ya no corro el peligro de ser iletrada, no saber qué es una nota a pie de página, ni abandonar una frase de más de 20 palabras para surfear a la siguiente. A lo sumo podría convertirme en una especie de vieja hipster, cuyo rechazo no va para los alimentos enlatados, sino contra las páginas web. ¿Mejorarían mis escritos?
No hay certezas. En cambio, estoy segura de que leería más mientras escribo. La última frase ofrece una respuesta. Entonces, por este medio, le pido a la compañía telefónica que no me entregue el nuevo módem, aunque se escuchen gritos desesperados horadando las paredes de mi estudio.
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