El ingenio con ojos de gato
Caballero Bonald traza sus semblanzas con la envidiable y portentosa libertad de quien ya no tiene nada que demostrar
1. Semblanzas
Hoy quisiera hablarles (¿aún queda alguien al otro lado?) de un libro excepcional, uno de esos volúmenes memorialísticos inclasificables que, a cuenta de reflejar las vidas y las obras de los otros, se convierten en espejos (aunque parciales e incompletos) de quien los ha compuesto. El género es antiguo: Huarte de San Juan popularizó la crítica psicológica en su Examen de ingenios para las ciencias (1575), un superventas europeo: sus “ingenios” eran los sabios antiguos, de Platón a Tomás de Aquino, y su método de trabajo, la teoría de los humores. La semblanza breve e intensa proliferó con los escritores de la modernidad, y no solo las referidas a los ingenios del pasado, sino también a los contemporáneos: ahí tienen, entre las que recuerdo con gusto, Los raros (1896), que Rubén Darío consagró a los simbolistas, o los sutiles retratos de Los encuentros (1958), de Aleixandre, o las estupendas “caricaturas líricas” de Españoles de tres mundos (1942), en las que Juan Ramón empleó su prosa (y a veces su proverbial mala baba) al servicio de la disección (espiritual y crítica) de sus contemporáneos.
A ese palmarés de imprescindibles se añade ahora el Examen de ingenios (Seix Barral), de José Manuel Caballero Bonald (JMCB). Por el nuevo examen desfila un centenar de escritores y artistas contemporáneos del autor de la summa poética Somos el tiempo que nos queda (bolsillo en Austral), un espléndido nonagenario que ha conocido, observado y (no simultáneamente) querido, respetado, criticado o despreciado a esa larga nómina de personajes —muchos de ellos pertenecientes a los grupos generacionales del 98, del 14, del 27, del 36 y del 50—, a los que retrata y a los que ha aplicado su personal lente de aumento, su sensibilidad y, a veces (más de las que confiesa), “alguna sobrevenida mordacidad”. Y todo con su admirable prosa a la vez barroca y transparente, educada en la constante frecuentación de los grandes poetas y escritores de la lengua: considero que JMCB es el mejor académico posible, aunque fuera rechazado por los popes de la RAE hasta tres veces, qué vergüenza. A menudo dos o tres palabras le bastan para el bosquejo, como en ese encuentro presenciado de Onetti y Rulfo (“igualmente sarcásticos, oblicuos, ensimismados”), o como cuando retrata físicamente a Aranguren (“era feo, pero esa fealdad no afectaba para nada a su voluntad de normalización anatómica”) o a Lezama Lima (“abacial, sibilino y asmático”). Otras, la semblanza refleja sus propios cambios de valoración, la mutabilidad de sus sentimientos: ahí tienen, por ejemplo, las de antiguos fascistas que cambiaron de bando, como Ridruejo y compañía, o las de otros que no lo hicieron, como Leopoldo Panero (a su esposa, Felicidad Blanc, la caracteriza de “señorita anclada en la cursilería capitalina de preguerra”); estupendas son también sus evocaciones de los escritores hispanoamericanos con los que tuvo trato, antes o después de la (frustrada) ilusión despertada por la revolución cubana: Borges, Neruda, Carpentier, Rulfo, Guillén, Cabrera Infante, Bryce y muchos otros; como Vargas Llosa, novelista admirado, de quien afirma que sus (últimos) escarceos “por los sinuosos escaparates de la beautiful people solo dan para un apresurado apéndice sobre los perversos dioses de la afectación”; o Carlos Fuentes, quien, explica, “empleó una parte considerable de su tiempo en transmitir a los demás su valía”.
¿Nos están sugiriendo que el trascendentalista Thoreau podría ser el sucesor del materialista Marx para esta primera parte del siglo XXI en la que sentimos nostalgia de la naturaleza mientras el planeta se seca?
Caballero Bonald traza sus semblanzas con la envidiable y portentosa libertad —nada que ver con las que acostumbran a componer algunos conspicuos turiferarios de nuestro todo a cien— de quien ya no tiene nada que demostrar, o que pedir, o que hacerse perdonar. Pero donde más eficaces resultan su lente y su bisturí es en sus coetáneos: en los poetas de la generación del cincuenta, en los escritores a quienes leyó, con los que discutió de literatura o se emborrachó hasta la madrugada de pasado mañana en locales (y algún burdel) empapados de alcohol y humo en el Madrid de los cincuenta, o en la Barcelona de Carlos Barral y el primer Boccaccio: semblanzas personalísimas de Cela, con quien colaboraría hasta que “se hiciera pública de mala manera mi relación con su mujer”, de Gil de Biedma, de Quiñones, de José Agustín, de Valente, de González, de Costafreda. Y de las muchas mujeres a las que trató en un mundo todavía mayoritariamente modelado por los hombres, desde La Niña de los Peines o Pepa Flores (estupendo flash) hasta Ana María Matute, Rosa Regàs, Carmen Laffón o Rosa Chacel. Una magnífica galería de ingenios, ahora reunida y depurada, para leer seguida o a saltos; para sonreír a menudo, para confirmar sospechas, para descubrir miserias; y para admirar aún más a uno de los poetas y escritores vivos más sólidos de los últimos 70 años. Y sigo contando, felizmente.
2. Pregunta
¿Nos están sugiriendo que el trascendentalista Thoreau podría ser el sucesor del materialista Marx para esta primera parte del siglo XXI en la que sentimos nostalgia de la naturaleza mientras el planeta se seca? Así podría pensarse a tenor del significativo desembarco editorial y su repercusión mediática. Errata Naturae rescata su fondo Thoreau (cinco libros) y publica tres novedades: la bio de Robert Richardson, la edición especial del Walden (con prólogo del anarquista de salón Onfray) y Todo lo bueno es libre y salvaje; Ariel publica el companion de Toni Montesinos El triunfo de los principios, e Impedimenta reedita Thoreau, la vida sublime, la novela gráfica de A. Dan y M. Leroy. De lo que nadie parece acordarse es de que el mejor retrato de grupo de los trascendentalistas (incluyendo a Thoreau, Hawthorne, Amos Bronson o Margaret Fuller) se encuentra en Emerson entre los excéntricos, de Carlos Baker, que Ariel publicó en 2008 y —ay— pasó por las librerías sin pena ni gloria. A lo mejor por eso ni sus editores se acuerdan de él. Pena.
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