Cenizas inolvidables
'Dark Souls III. The ringed city' pone un punto y final magistral a la saga más influyente de la última década del videojuego
Estoy en una sala de una ciudad arruinada y, aun así, imposiblemente bella. Frente a mí hay una estatua: la de un rey majestuoso, bello, entregando un presente con actitud solemne a un humano encogido y grotesco. Sé que el rey se llama Gwyn, que fue dios del trueno y uno de los cuatro Grandes Señores. Y sé que ese despojo humano es el Pigmeo, aquel que decidió elegir el alma oscura cuando la llama primigenia fue partida. Encontrarme esta estatua en esta ciudad significa entender su importancia en un cosmos tan vasto y rico como los mitos helenos.
Esta narrativa inferida, por la mera observación, es una de las múltiples facetas por las que Dark souls, saga ideada hasta el último detalle por el nipón Hidetaka Miyazaki, es la obra más relevante de la última década del videojuego. Con una ambición desmedida y una originalidad que ha creado escuela en su manera de abordar cada aspecto del diseño, Miyazaki ha logrado su mayor triunfo en la capacidad de transmitir la riqueza narrativa por métodos indirectos.
La necesidad en sus juegos de emular al cine y detener el flujo narrativo es mínima. Se reserva para momentos breves y extraordinarios en los que se busca más un efecto estético que narrativo: abrumar con la vista de una gigantesca ciudad encerrada tras un muro natural en forma de anillo o empequeñecer al aventurero ante la visión colosal de un gigantesco dragón. Pero la historia en sus juegos se evoca por otras vías, las fundamentales: literaria y contemplativa.
La lectura de las breves descripciones de sus objetos, dos o tres párrafos por cada uno, permite comprender cómo una espada, un anillo, un ropaje se integra en una cosmogonía de una densidad y complejidad que abruma. Y esta información es solo la antesala del gran triunfo narrativo de la saga. La contemplación del mundo. Con el conocimiento adquirido a través de las descripciones de objetos y de crípticos y alambicados diálogos con personajes siempre al borde de la demencia (a veces, habitando ya en su abismo) el jugador puede observar la arquitectura y atar cabos. Siempre faltarán hilos para asir el significado del mundo en su último detalle. Pero su estudio en profundidad es inagotable, como demuestran youtubers como VaatiVidya que viven —y holgadamente, siendo pagados por la comunidad online con salarios que superan los 5.000 euros al mes— para desentrañar narratológicamente este universo.
The ringed city, punto final a esta saga irrepetible, es broche de oro a esta cosmogonía. La exploración de sus dos escenarios, El montón de residuos y La ciudad anillada, dejan un poso de fascinación por cómo Miyazaki anuda su reinvención del monomito campbelliano sin perder su esencia misteriosa.
El montón de residuos ahonda en una idea provocadora que los DLCS (contenido adicional de un juego) de Dark souls II ya sugirieron. Que la génesis del mito —cuatro señores que se reparten la llama esencial, algo así como el fuego prometeico enfrentados por un no-muerto al que encarna el jugador— se está repitiendo constantemente en sus ingredientes fundamentales a lo largo de las eras y que el avance de las tinieblas provoca un retorcimiento del espacio y del tiempo que acaba fusionando lugares y héroes separados por milenios.
La ciudad anillada explora el punto crucial que da nombre a la saga: ¿qué fue del alma oscura? ¿qué fue de los pigmeos que la poseyeron, precursores de los hombres? En esta urbe descubrimos cómo Gwyn, el Zeus de esta mitología, les regaló una metrópoli para vivir aislados de los flujos violentos en el extinguir y avivar de la Primera Llama. Y les otorgó también un presente mucho más personal y espinoso, sangre de su sangre. Súmesele una pirueta narrativa que conecta directamente la misión principal de The ringed city, encontrar el alma oscura, con el anterior DLC, Las cenizas de Ariandel, y el resultado es un conjunto inolvidable en el que perderse y sobre el que leer teorías más o menos felices durante los meses por venir.
Pero Dark souls es también el gran juego sobre conquistar la muerte, ese acontecimiento nuclear de los videojuegos que tantas veces se banaliza, reduciéndolo a un número. La obsesión de Miyazaki, más allá de sus hipnóticos delirios narrativos, ha sido dar valor a esa muerte mediante un contradictorio mecanismo: hacerla (casi) inevitable. En Dark souls se muere una y otra vez. Cada lance con una de sus temibles criaturas es una danza letal. La distancia, el poder del arma empuñada y el ingenio para despistar al rival son las armas en manos del jugador. Miyazaki, al igual que hace con la clásica concepción del héroe en el monomito, retuerce las expectativas del jugador en un videojuego. En lugar de sentirse poderoso respecto a sus enemigos, el jugador de Dark souls es frágil, con un pie en la tumba a cada paso. La tensión que eso crea durante la experiencia y la recompensa emocional de vencer las adversidades pueden compararse con pocas obras, interactivas o no.
Resta pues, quitarse el sombrero y alabar al Sol por el cuidado en esos momentos individuales que, por lo estético, alcanzan la concepción de lo sublime kantiana, esos instantes de síndrome de Stendhal que Miyazaki encuentra juego tras juego. El descenso vertical por las arquitecturas grotescamente entrelazadas de El montón de residuos, atravesando el inmenso vitral de un castillo sin sufrir daño alguno. La contemplación desde las alturas de la ciudad anillada, esa sucesión de cúpulas enterradas en el verdor del olvido. O el inmenso desierto que conecta todo el cosmos del juego en un escenario desolador, cínico, desesperado. Poco más se puede decir que se cierra una de las páginas de oro del arte interactivo. Cenizas inolvidables que para siempre empolvarán nuestra memoria.
Babelia
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