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puro teatro
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Galaxia Rojano

'Furiosa Escandinavia', de Antonio Rojano, premio Lope de Vega 2016, es un ambicioso caleidoscopio sobre el desamor y la memoria

Marcos Ordóñez
Escena de 'Furiosa Escandinavia'.
Escena de 'Furiosa Escandinavia'.jaime villanueva

¿Es imprescindible saber quién es quién en una obra y “lo que está pasando”, para decirlo en bruto? Hombre, imprescindible no es, pero ayuda. Algo así me ha pasado, a ratos, con Furiosa Escandinavia, de Antonio Rojano, una pieza ambiciosa, original, poética, graciosa e inquietante, que me ha provocado fascinación y a ratos me ha dejado fuera y con cara de lelo. Quizá me falta un poco de mapa, acorde a una de sus figuras de estilo: al llegar a casa he tenido que releerla porque se me escapaban muchas cosas, me perdía en muchas bocacalles.

Soy un fan rotundo de David ­Lynch, y puedo no estar entendiendo una trama (Mulholland Drive, pongamos) y sentirme atrapado por su atmósfera, por su enigma. Como en todo, el equilibrio es la clave. Digo Lynch, pero los ecos que me despierta Furiosa Escandinavia son múltiples. Para citar solo unos pocos de la posible galaxia Rojano: Lepage, Charlie Brooker (Black Mirror), Gonzalo Suárez, Michel Gondry (Olvídate de mí, obviamente) y el Bolaño más nocturno y alucinado. Y me rejuvenece, porque también tiene algo de la gozosa anarquía paranoide de mis autores favoritos del teatro americano de los setenta-ochenta: el lado más experimental de Kopit, Albee, Shepard, el último Williams o el primer John Guare.

Rojano es un escritor de innegable talento, pero me parece que complica un poco a voluntad, y le sale (insisto: a ratos) más confuso que complejo.

Quizá juega con demasiadas historias y me cuesta seguirlas. A veces parece que los personajes están tras un cristal y no me llegan, o yo no llego a ellos. El equilibrio que me gustaría es difícil: ¿cómo puede destilarse una exuberancia casi fractal? ¿O le estoy pidiendo a un autor que traicione su poética, a Pynchon que escriba como Bioy, para entendernos?

Hay fragmentos de lenguaje bello, poderoso, afilado, que me encanta haber visto y escuchado en escena, y otros que me resultan pomposos, y creo que hay partes que hubieran quedado mejor (más comprensibles, más vastas) en un libro o una película. Adoro la mezcla de géneros, pero no siempre la veo cuajada en la puesta de Víctor Velasco: no basta, por ejemplo, con proyectar algunos fragmentos de la parte ensayística sobre Proust, la obsesión de Swann, abandonado por Odette de Crécy.

Vago resumen argumental: digamos que hay una mujer, presuntamente llamada Erika M., que ha perdido a su amor y quiere extirpar ese doloroso recuerdo, y que en un mundo más o menos futuro existe una pastilla borradora pero con peligrosos efectos secundarios. Y hay otro personaje, autoapodado Balzacman, que viaja a la helada y “furiosa Escandinavia” buscando a otro amor huido, la poeta Irene Reyes, y rastrea las huellas de quien se la llevó, un misterioso (o misteriosa) T. La escenografía de Alejandro Andújar y la iluminación de Lola Barroso son de una belleza apabullante, cercana al hiperrealismo de Tom Ford (Animales nocturnos), aunque, pega, la división del espacio en dos mitades puede llevar a pensar que lo que sucede en un lado es una duplicación del otro. O sea, “aquí realidad, aquí realidad bis”, cuando no es exactamente así: las escenas “con y sin pastilla” (y reduzco mucho) suceden a menudo en el mismo lugar pero en distintos tiempos, a la manera de Ayckbourn, y estoy citando quizá demasiado para abrir ventanas o espejos sin desvelar trama. Como decía antes, la puesta de Víctor Velasco a veces es una filigrana y a veces me parece que emborrona el asunto o no acaba de plasmarlo.

Rojano es un escritor de talento, pero le sale a ratos más confuso que complejo. Quizá juega con demasiadas historias y me cuesta seguirlas

El personaje de Lucas, el médico, diría que está un tanto condenado a comportarse como un cantamañanas de consideración. Claro, se me dirá que así lo ve Erika, pero creo que en el texto tiene más matices. Y tiene más juego David Fernández, el actor que lo encarna. En cambio, el problema de Sonia, la amiga, viene del texto: le falta algo más de desarrollo. Quizá por eso Irene Ruiz se luce muchísimo más en su otro personaje, Agnes, una nórdica poderosa y de desbordante sensualidad.

Sandra Arpa (Erika) está muy bien: tiene encanto y misterio, transmite muy bien su dolor y su confusión, su tercio final es formidable, pero creo que ahí le sobran algunos gritos. Quien arrasa es Francesco Carril: una fiera. Su Balzacman viste como Dennis ­Hopper en El amigo americano y habla como un cruce entre una criatura de Godard y, como decía al principio, el Bolaño más enfebrecido. Es muy difícil que ese torrente de texto no se le caiga, y no se le cae. En el monólogo del gato mexicano, el texto vuela con una alegría (y este es, por hoy, el último asteroide de la galaxia) que hace pensar en Kaurismäki puesto de peyote y marcándose un zapateado sobre el abismo. Resumiendo: Rojano no me lo ha puesto fácil, pero Furiosa Escandinavia me vuelve, óptima señal. También lo es que se llevara el Premio Lope de Vega el año pasado, y que haya tardado tan poco tiempo en subir a escena, en la sala Margarita Xirgu del Español: doble aplauso para sus responsables, que se suma al que dedico a autor y compañía.

‘Furiosa Escandinavia’, de Antonio Rojano. Director: Víctor Velasco. Intérpretes: Francesco Carril, Sandra Arpa, David Fernández, Irene Ruiz. Teatro Español, sala Margarita Xirgu (Madrid). Hasta el 26 de abril.

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