Arquitectos estrella compiten por ser los mejores lutieres del siglo XXI
Renzo Piano, Frank Gerhy, Herzog & Meuron o Jean Nouvel construyen auditorios y teatros, expuestos a la tiranía de la acústica y del presupuesto
La botadura del nuevo auditorio de Hamburgo (Elbphilharmonie) a iniciativa de la firma Herzog & Meuron y la inminente inauguración de la Pierre Boulez Saal en Berlín con la firma de Frank Gehry demuestran que los grandes arquitectos de nuestro tiempo aspiran a convertirse en lutieres.
Porque las salas de conciertos son instrumentos musicales en sus maderas, sus metales y sus obligaciones acústicas. Y porque la propia naturaleza litúrgica y ética del concierto sobrepasa el complejo fálico que últimamente parece haberse instalado en la competición del rascacielos más alto.
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No escapa a la tentación Renzo Piano, cuya torre suprema en el skyline de Londres interrumpía su relación vocacional y hasta orgánica con la erección de teatros y auditorios (Roma, Parma). Lleva la obligación musical en su apellido, pero también pertenece Piano a una elite artesanal que recupera los misterios y los escrúpulos de los fabricantes de violines de Cremona (Stradivari, Guarneri, Amati) en la búsqueda del sonido perfecto.
Reviste importancia el matiz porque el impacto estético de la nueva sala de Hamburgo, un Valhalla a orillas del Elba, no la sustrae al compromiso de proporcionar una acústica “definitiva”. Quiere decirse que el género arquitectónico del auditorio está obligado a la funcionalidad de convertirse en un instrumento, subordinando incluso —pero no contradiciendo— cualquier opulencia exterior al objetivo de una experiencia musical sublime.
Es el motivo por el que Jean Nouvel se observaba a sí mismo como un lutier del siglo XXI. Su ejecutoria se remonta, es verdad, al prodigio de la sala de conciertos de Lucerna, inaugurada en 1998 a la orilla del lago suizo, pero ha perseverado después en obras de impacto urbanístico —el nuevo auditorio de Copenhague— del mismo modo que ha renegado de la “Philharmonie” parisina inaugurada hace exactamente dos años.
Es suyo el proyecto, como es suya la audacia estética que ha transformado la periferia de la ciudad, pero el eminente arquitecto francés, autor del Museo de Quai Branly y del Instituto del Mundo Árabe a la orilla izquierda del Sena, se consideraba víctima de un sabotaje. Tanto por haberse precipitado la inauguración y haberse deslucido los materiales como por habérsele reprochado la desmesura presupuestaria. Se habían estimado para la Philharmonie 136 millones de euros y han terminado necesitándose 386.
El problema de los sobrecostes, tantas veces derivado de los retrasos y de las planificaciones optimistas, forma parte del aspecto conflictivo que conlleva la realización de estos formidables instrumentos musicales.
El de Hamburgo es el último ejemplo porque los errores de cálculo presupuestario han llegado a multiplicar por diez la factura final del auditorio (de 79 millones a 789), cuestionándose por añadidura el mito de la eficiencia teutona y redundando en una maldición que apenas conoce excepciones.
La mítica Ópera de Sídney, prodigio del danés Jorn Utzon, se “entregó” diez años después de lo previsto y con un precio 15 veces superior. Tanto puede decirse de la desmesuradísima Bastilla parisina, del Walt Disney Hall de Los Ángeles, incluso de las postergaciones y modificaciones presupuestarias que han requerido la Pierre Boulez Saal de Berlín, concebida por Frank Gehry con un estética sobria y con “la pretensión de que la música pueda escucharse allí dentro con la mayor pureza imaginable”.
La ingeniería de la acústica representa uno de los grandes desafíos de esta corriente arquitectónica. Y constituye el aspecto nuclear de los plazos de entrega y escrúpulo pecuniario. No por discutir la negligencia política ni la frivolidad con que las administraciones emprenden obras megalómanas, sino porque los arquitectos de nuestro tiempo están obligados a responder al requisito de un aforo descomunal y al fenómeno de la “sala multiusos”.
De otro modo, resultaría más sencillo aplicarse a evocar las cajas de zapatos decimonónicas cuya acústica no ha sido probablemente superada por los hallazgos contemporáneos. Es el caso del Musikverein de Viena, sede dorada del concierto de año nuevo, o del magnífico instrumento que aloja a la orquesta del Royal Concertgebouw de Ámsterdam.
Imitarlas tales cuales no sólo supone una capitulación. También contradice resignarse a los problemas de visibilidad y comodidad de ambas. Y pone ciertos límites al impacto urbanístico —en el mejor sentido— que tantas veces incita la concepción de las nuevas salas de conciertos y óperas.
Se trata de identificar con ellas la fisonomía de ciudad —el caso de Sídney es elocuente— o de convertirlas en argumentos vertebradores de nuevas áreas de las urbes, como ocurre en Roma con los trilobites gigantes de Renzo Piano. O como sucedió en Valencia con el Palau de les Arts de Santiago Calatrava. Una obra tan llamativa como expuesta al delirio presupuestario, incluso a los graves problemas de acústica que han tratado de rectificarse con el paso del tiempo. El Palau de les Arts es mucho más que un teatro de ópera en la idiosincrasia de la ciudad, pero también es mucho menos que un teatro de ópera en las deficiencias que malogran el espacio musical.
¿Un error individual? Están muy pagados y muy exigidos también los arquitectos. Se les pide a la vez que construyan un violín de Cremona y una Fender Statocaster. Al menos, es la consigna que recibió Norman Foster en el nuevo auditorio de Newcastle. Se le invitó a engendrar una criatura versátil. Que sirviera como sala de conciertos, sede de congresos, incluso espacio de restauración. Nada más lejos que una perfecta caja de zapatos vienesa. Ni más cerca de un cilindro futurista.
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