Colecciones clonadas
La tendencia a la uniformidad de las colecciones de arte actual arroja un saldo de museos de piezas apabullantes pero escasos de alma
Las escaleras ascienden en una escenografía con bastante de decorado hollywoodiense: una especie de caverna — connotaciones de lugar sagrado— envuelve al visitante a lo largo de la estrecha subida. La visita a The Broad Museum, abierto en 2015, es ahora uno de los imperativos en Los Ángeles: construido en un downtown que hace años era poco más que el hotel Bonaventure — icono de la posmodernidad—, comparte hoy barrio con la catedral de Moneo o la sala de conciertos Walt Disney de Frank Gehry. La colección del museo se publicita, además, como una de las más importantes del arte posterior a la Segunda Guerra Mundial, y el ascenso teatralizado promete grandes encuentros.
Pese a todo, al final de la subida iniciática, el espectador apasionado sufre una suerte de decepción al darse de bruces con unas salas enormes, asfixiadas por obras formidables —a su estricta medida—, donde los visitantes se hacen selfies. En medio de tanto exceso cuesta distinguir lo bueno y desentrañar lo mejor y cada cosa adquiere un aspecto casi chabacano por la exuberancia. Ocurre incluso con autores delicadísimos como Cy Twombly: en su sala los cuadros se agolpan y se pisotean; se hacen incluso reiterativos — algunos hubieran sobrado en un montaje más medido—.
No es el único caso, a pesar de que muchos artistas representados son incuestionables. El problema es que las obras expuestas no son siempre indiscutibles —o quizás sí lo son, pero entre tanto aturdimiento lo especial se desdibuja y, peor aún, termina por tener un regusto previsible—. Se dibuja, así, una colección de imágenes “políticamente correcta”, en tanto ajustada al canon del discurso dominante; gustos clonados que plantean la pregunta tabú a la hora de hablar de muchas colecciones de arte contemporáneo: ¿por qué se parecen tanto las colecciones después de los años setenta del XX? Da igual que la línea de actuación gire en torno a los grandes formatos de Murakami o a las sofisticadas piezas de Matta-Clark: las “tipologías” sobreviven y raramente subvierten el itinerario compartido con otros.
De Matta- Clark a Murakami, la causa de tanta homogeneización no está en la globalización, sino en qué es lo que se lleva, lo correcto
Por el contrario, las colecciones “clásicas” son menos predecibles: el Prado no tiene mucho que ver con la National Gallery de Londres o el Louvre. Es más, cada una de ellas habla de las diferentes relaciones de poder, de las influencias —e incluso de las carencias y las ausencias—, y tiene su propia idiosincrasia en una narración desde los gustos locales. Por el contrario, las colecciones de arte contemporáneo aspiran a exponer a los mismos artistas que triunfan internacionalmente y que lo invaden todo en unas tediosas homogeneizaciones. Aunque la causa podría estar más allá de la reiterada globalización: es lo que se lleva, lo que propician las compras sin riesgo, lo que sitúa a esa determinada colección en la zona de confort de lo “visible”; lo que posibilita competir con otros que quizás tienen lo mismo, pero más pequeño o incluso algo más local.
Y es aquí donde el denostado concepto “local” debería ser revisado: la fortaleza de la excelente colección del MOMA en el arte posterior a la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, reside en su apuesta por lo “local” —¿no son acaso “locales” Pollock o Warhol?—. Cuando alguien visita un museo, debería querer ver lo que no puede ver en otro sitio, no las obras de siempre pero de segunda fila —los trabajos excelentes no suelen cambiar de manos—. Y luego están los asesores, claro, profesionales que aconsejan a varias colecciones a un tiempo y que compran a los mismos autores y piezas que acaban por rellenar huecos en un álbum.
La cosa es que al salir de The Broad —ocurre con otras colecciones— el visitante apasionado tiene la impresión de haber visto un museo sin alma: nada nuevo, aunque las piezas sean más apabullantes, más decorado fílmico, incluso en el caso de “clásicos” como Warhol, cuyas obras son excelentes, si bien en medio de tanta prodigalidad pierden fuerza. A pocos metros, al otro lado de la calle, el MOCA —con su edificio modesto— ofrece un respiro a escala humana. Unos rauschenberg maravillosos al lado de los delicados joseph cornell reciben a los ojos hastiados que iban huyendo de los museos monumentales —desde el nuevo Whitney al bello edificio de Chipperfield para Jumex—. Sin embargo, a la puerta de The Broad las colas son elocuentes: quizás en un museo hoy no siempre se busca la reflexión.
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