Miradas fragmentadas
El medio lleva años lidiando con la transformación más radical de su trayectoria: esa revolución digital que afecta a su propio ADN
El paisaje fragmentario del cine contemporáneo impone, desde hace ya algunos años, un serio obstáculo a una de las funciones tradicionales de las listas de balance anual: la creciente dificultad de fijar un canon. Una situación propia de los momentos de crisis que puntúan la evolución de todo lenguaje artístico. Y no está de más recordar que el cine lleva ya algunos años lidiando con la que, probablemente, sea la transformación más radical de toda su trayectoria: esa revolución digital que afecta al propio ADN del medio, refuerza viejas dialécticas (Lumière versus Méliès), sustenta nuevas formas de expresión, difusión y consumo, y abre la puerta a inagotables posibilidades combinatorias. Quizá las listas de las mejores películas del año ya no puedan aspirar a ser canónicas, pero cada vez resultan más sintomáticas de un radical proceso de discusión de viejos valores y criterios de excelencia.
10 películas esenciales
La academia de las musas, de José Luis Guerín.
Elle, de Paul Verhoeven.
Fuego en el mar, de Gianfranco Rosi.
El hijo de Saúl, de Laszlo Nemes.
Julieta, de Pedro Almodóvar.
La muerte de Luis XIV, de Albert Serra.
Paterson, de Jim Jarmusch.
El porvenir, de Mia Hansen-Love.
La próxima piel, de Isaki Lacuesta.
Tarde para la ira, de Raúl Arévalo.
Resulta, pues, sorprendente que algunas de las listas más influyentes del panorama internacional(Sight & Sound, Cahiers, The New York Times, Film Comment) coincidan en celebrar la alemana Toni Erdmann, de Maren Ade, que llegará a España el 20 de enero: con sus casi tres horas de duración, su estética feísta y una premisa propia de un convencional producto hollywoodiense —un padre se disfraza de hombre ridículo para devolverle el placer de vivir a su hija adicta al trabajo—, Toni Erdmann alcanza su distinción a través de su heterodoxo manejo de las claves de la comedia y su obsesivo trabajo con los actores. Hay otras coincidencias —la norteamericana Moonlight, de Barry Jenkins (estreno en España: 10 de febrero)—, pero, si hubiese que extraer consideraciones generales, merecen subrayarse la relevante presencia femenina —nueve directoras en el ranking de Sight & Sound— y diversos índices del cuestionamiento de lo tradicionalmente considerado como imagen cinematográfica: la aparición en varias listas del documental televisivo en siete partes O. J.: Made in America —disponible en nuestro país a través de Movistar +— o la llamativa decisión de seis de los críticos convocados por Sight & Sound de distinguir Lemonade, un especial de HBO en torno al último trabajo discográfico de Beyoncé Knowles, que, en palabras de Ian Mantgani, difumina las fronteras entre el cine, el vídeo musical y el álbum.
El desdoblamiento de Isabelle Huppert en dos películas tan opuestas y, en el fondo, tan complementarias como El porvenir, de Mia Hansen-Love, y Elle, de Paul Verhoeven, ha sido otro de los acontecimientos del año: dos contrastados testimonios del genio de una sola actriz, capaz de aportar matices tanto a un discurso fundamentado en la empatía y el gusto por el detalle revelador como a otro que, entroncando con la mirada subversiva del tándem formado por Luis Buñuel y Jean-Claude Carrière, le busca las cosquillas al poder opresor de la normalidad. Si este crítico tuviera que completar su propia lista de películas internacionales, no podría prescindir de ninguna de las dos, a las que sumaría la complejidad narrativa y la vocación iconoclasta de Neruda, de Pablo Larraín; la hipnótica lógica onírica de Cemetery of Splendour, de Apichatpong Weerasethakul; el equilibrio entre capacidad de invención y fidelidad a las fuentes literarias del High-Rise, de Ben Wheatley; los trampantojos narrativos y la decadentista exquisitez visual de La doncella, de Park Chan-Wook, y la afilada inteligencia de Ave, César, de los hermanos Coen —una de las películas más subestimadas (y peor comprendidas) del año—, sin olvidar los rescates de joyas que quizá nos han llegado tarde, pero han llegado, al fin y al cabo: Berberian Sound Studio y The Duke of Burgundy, de Peter Strickland, y El cuento de la princesa Kaguya, de Isao Takahata.
El medio lleva años lidiando con la transformación más radical de su trayectoria: esa revolución digital que afecta a su propio ADN
Al universal divorcio entre los gustos del público y las preferencias de la crítica, el cine español introduce otro factor de desencuentro: el de la propia industria ante lo marcadamente heterodoxo. Sorprende, por ejemplo, la ausencia de La muerte de Luis XIV, de Albert Serra —la película española que, junto a Julieta, de Pedro Almodóvar, y Mimosas, de Oliver Laxe (que se estrena en enero), ha tenido una mayor repercusión internacional—, en las nominaciones a los Goya, que tampoco dan acuse de recibo de otros valiosos trabajos de riesgo como Esa sensación, de Juan Cavestany, Julián Génisson y Pablo Hernando; Las furias, de Miguel del Arco; Les amigues de l’Àgata, de Marta Verheyen, Alba Cros, Laia Alabart y Laura Rius, o El tiempo de los monstruos, de Félix Sabroso. La cosecha nacional de 2016 ha sido especialmente favorable al thriller —Tarde para la ira, de Raúl Arévalo; La próxima piel, de Isaki Lacuesta; Que Dios nos perdone y El hombre de las mil caras, de Alberto Rodríguez—, pero quizá el género de la comedia, como demuestran El rey tuerto, de Marc Crehuet, y Kiki, el amor se hace, de Paco León, haya acogido los más llamativos desvíos de la convención.
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