Gonzalo Rojas: la eterna metamorfosis de lo mismo
Se cumplen cien años del nacimiento del poeta y premio Cervantes chileno, fallecido en 2011
“Está visto que Neruda me persigue. No paran de sacarme en volandas a todos lados para que hable sobre él; esto de ser poeta y chileno hace que uno le asocien de inmediato con Neruda”, rompía el hielo Gonzalo Rojas (Lebu, 1916 – Santiago de Chile, 2011), también en una mañana soleada de finales de abril (lo mismo que el día de su muerte) de 2004, en una de sus últimas comparecencias públicas, tras la recepción del premio Cervantes, en la Residencia de Estudiantes de Madrid. ¿No le gusta Neruda? "Obviamente, es, en parte de su obra, un grandísimo poeta, pero, lo cierto, es que su renombre ha contribuido a eclipsar al gran Vicente Huidobro. Desde que me concedieron el Cervantes, me he acordado mucho de Huidobro, que arremetía contra los galardones y lo que llamaba el afán de “gloriola” de los poetas...".
Menudo y fornido, con una energía y lucidez inusitadas para un cuasi-noventón, casi bastaba con esbozarle apenas una pregunta para que se les dispararan, raudas, las enfáticas respuestas, diestro en encender bengalas con cerillas apagadas. Su sempiterna gorra de marinero fluvial de los muelles de su Lebu natal le realzaba, simpáticamente, el dibujo mestizo de su cara achinada de máscara indígena acabada en bembas africanas y cierta entonación francesa. A la vistosa camarera que, a primera hora de la mañana, nos sirve los dos cortados en una salita recoleta, le propina el piropo más enigmático (y efectivo, a juzgar por la sonrisa bajo la cofia) que haya escuchado jamás: “Señorita: es usted muy linda. No la había visto antes, pero empecé a verla hace ya mucho tiempo...”
Le pregunto por su proverbial erotomanía: si, por un casual, sigue ejerciendo, al filo de los 90... "¡Claro que continúo! No hay la menor disminución del deseo sexual a causa de la edad. Hay una necesaria correlación entre seso y sexo, y mientras aquél funcione, funcionará siempre éste. Yo estoy conforme con Goethe cuando advierte que casi todo el mundo, y los poetas en particular, permanece siendo púber a lo largo de su vida. O mejor dicho, que se dan pubertades cíclicas con independencia de la edad, y que cuando aparecen nos hacen más vulnerables al erotismo. Yo sé que muchos no se lo van a creer, pero mi última experiencia sexual fue ahorita mismo, el otro día, antes de venir. Fue con una mujer de unos cincuenta y algo; me gustan mucho las mujeres de esa edad, cuando ya han alcanzado la madurez. Pero, en realidad, las edades es lo de menos. Cada vez que uno se encandila de amor se adentra en una navegación distinta. Obviamente, no soy ningún semental, ni ningún seminal derrochador promiscuo, pero tampoco 'el viudo inconsolable' de que hablaba Nerval". Vaya... ¿Y sigue creyendo en la inmortalidad de la poesía con la misma fe que cuando era joven? "Por supuesto; le diría que incluso con la misma fe que cuando era joven el mismísimo Horacio. Él se fue a sus 49 años anunciando que “no me moriré del todo”, y creo que cualquier poeta serio albergará siempre esa idéntica esperanza. Lo sustancial de la poesía es su posteridad. Yo estoy plenamente convencido de que no hay quien mate la poesía. En un momento pareció, por ejemplo, que se la iba a engullir la física cuántica, y ésta acabó dialogando con aquélla. Hay una indiscutible raíz común entre ciencia y poesía, pues los primeros grandes poetas fueron los físicos presocráticos, que contribuye a garantizar su supervivencia".
Con una energía y lucidez inusitadas para un cuasi-noventón, casi bastaba con esbozarle una pregunta para que se les dispararan las respuestas
De hecho, ese vínculo entre ciencia y poesía ha acabado por convertirse, incluso, en un explícito motivo de inspiración en su obra más reciente..."Es que ambas confluyen, sobre todo, en la reflexión sobre la naturaleza del tiempo, y, por las razones obvias de la edad, esa reflexión se me ha convertido en tema obsesivo. Es evidente que somos del tiempo, pero quisiéramos no serlo. Nos gustaría estar dotados de la atemporalidad que otorgamos a los astros; por último, me viene mucho a la cabeza un verso que escribí a los 25 años: “El sol es la única semilla”, y creo que nos la pasamos midiéndonos con él. En realidad, quisiéramos parar el tiempo, y ser como los divinos, de repente: ser en todo momento “de repente”, lo que implicaría su abolición. Recién he estado dialogando mucho con las reflexiones sobre el tiempo de un científico como Stephen Hopkins. Lo último que he alcanzado a completar, bajo el título de “Todo lo que hay es una mariposa”, me lo inspiró la lectura de uno de sus libros, mientras aguardaba en una sala de espera por los resultados de un chequeo médico. Entre Hopkins, que me hacía mirar a las galaxias, y el doctor, que me explicó que estaba perfecto en todo, salvo una pequeña afección en el corazón, me hicieron hablar quijotescamente con mi cuerpo; escribir, por ejemplo: “¡Cardio-zumbido malherido, piénsalo, piénsalo...!”".
Le resumo que suena muy Rojas: en sintonía con el endiablado ludismo de su poética, de versos vivitos y desollados al mismo tiempo, como rabos de lagartija... una poesía, en fin, surcada por hondos y pícaros zigzageos, desde un fijo vitalismo erótico que, de pronto, se eclipsa, sin que nunca llegue del todo a oscurecer... ¿Y qué es -era, será- para él lo determinante, aquello que distingue a la poesía de todo lo que no lo es...? "Sin duda, el lenguaje, la palabra. La poesía se hace sólo con palabras, y es únicamente en el lenguaje donde se puede verificar su originalidad. En realidad, en la escritura lírica no hay tantas opciones premeditadas. Cada vez coincido más con Goethe en que todos los poemas son necesariamente de circunstancia. A los humanos no nos da para otra cosa. Y hasta un Valèry, por ejemplo, que tanto arremetió contra la poesía comprometida, en pos de la pureza, se aparece ya como el más comprometido de los poetas. Fuera del adecuado cultivo del lenguaje y la palabra, con independencia de cuál sea la anécdota que se cuente, no hay poesía que valga".
Rojas cita a menudo, como conjura o letanía, los terribles versos de Cesare Pavese: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”... Y suele definir, de otro lado, la sutura de la poesía y la vida como "la metamorfosis de lo mismo"... ¿Qué pasará cuando lo mismo ya no admita más metamorfosis...? ¿No le tiene miedo a la muerte física?, le pregunté al final. "En absoluto. Preveo mi propio cierre sin angustia ni desconsuelo. Si algo he tenido claro desde siempre, es que la muerte va conmigo desde que era niña; que nació a la misma hora que yo un día del año 16. Porque, querámoslo o no, como bien supo Eliot, se nace y se desnace a la misma hora".
“Yo no creo en la linealidad lineal; para mí, el tiempo es siempre circular y casi sincrónico, lo mismo en la poesía que en la vida”
El hijo del minero
“Es él. Está lloviendo. / Es él. Mi padre viene mojado. Es un olor / a caballo mojado. Es Juan Antonio / Rojas sobre un caballo atravesando un río”, dice Gonzalo Rojas en su poema “Carbón”, una elegía a su padre, minero, muerto muy joven, cuando él apenas reunía cuatro años de edad, en la cuenca minera de su Lebu natal, donde -en estrecho margen para el devenir de las Coplas manriqueñas- coinciden, junto al subsuelo claustrofóbico, el río y el mar. Nuestras vidas son las minas que van a dar al río y el mar, que son un respiro –podría ser el lema de su enmienda vitalista-; la anhelada intemperie, que permite cotejar que “El sol es la única semilla”, como dice en uno de sus primeros poemas, y que, como expresa en uno de los últimos, “Todo lo que hay es una mariposa”. En busca perpetua de la boca de salida, sus versos avanzan, muchas veces, en hileras sonámbulas, que lo mismo se hunden que levitan, como alumbrándose, en las paredes del poema (“oscuridad hermosa, centelleante”) con el zoom de la linterna de sus cascos. Su poesía combina, ciertamente, el lenguaje cóncavo y críptico de la mina con las voces corales, coloquiales y remotas, de respiración pedregosa, que cabe atribuir a los mineros –a quienes Rojas enseñó a leer y escribir en su primer trabajo-. Tras lingotes explícitos (“Al mundo lo nombramos en un ejercicio de diamante”), los versos vuelven a tiznarse la cara, dando quiebros, ecos, reiteraciones, semejantes al rebumbio –y el silencio- de un yacimiento. Y cuando se reponen de salir con los brazos abatidos, por lo infructuoso en las extracciones de la jornada (sobre todo, en el fijo filón de su erotomanía incorregible: “Hembras, hembras / en el oleaje ronco donde echamos las redes de los cinco sentidos / para sacar apenas el beso de la espuma”), vuelven a la carga, pero por fuera, al borde del río, dando tumbos y relinchos, por los meandros del poema. “Al fondo de todo esto duerme un caballo”, se titula uno, en velada alusión al potro colorado que alcanzó a dejarle Juan Antonio Rojas como único legado (del mismo color que su apellido: caballo rojo para la poesía, tras el verde de Neruda), y que al serle sustraído, ya criados ambos, le hizo concebir al padre mineral y ausente como un fluvial caballo.
Si en Celia, su emotivo poema a la madre muerta (“que nos tuvo a todos en el cielo de su preñez”), se ilumina el nicho como una galería, para alertarnos de que la están guardando ahí equivocadamente, “como loca encadenada / al catre cruel en el dormitorio sin aire”, y exhortarle a que salga, el poema “Carbón” es un prodigio de sincronización entre lo hondo de la mina y el interior de la casa; un plano infalible de rescate del padre, para nada redivivo, sino viviente, que recién salido de faenar bajo tierra –“embarrado, enrabiado contra la desventura, furioso / contra la explotación, muerto de hambre...”-, se encuentra ya a unos metros del porche, mientras “la noche torrencial se derrumba / como mina inundada, y un rayo la estremece”.
Como ha explicado el poeta, “yo no creo en la linealidad lineal; para mí, el tiempo es siempre circular y casi sincrónico, lo mismo en la poesía que en la vida”. De ahí que la génesis de sus poemas participan, en el mismo instante, de “la doncellez, la preñez y el parto”.“Carbón” es un emblema de ese mágico trastrueque –o metamorfosis de lo mismo- que le permite convocarse a cualquier edad. Como el potro de sus cuatro años, corre ahí a avisar a la madre de que el padre ya vuelve de la mina, mientras le implora: “Déjame que le lleve un buen vaso de vino / para que se reponga, y me estreche en un beso, / y me clave las púas de su barba”; y a la siguiente estrofa, le habla al padre con la voz de hoy día, dándole cuenta de que la madre hace mucho que murió, como si fueran, los tres, personajes de su venerado Pedro Páramo. Cabe imaginar que es ahora, o más tarde, cientos de años después, cuando le increpa a Juan Antonio Rojas:
“Ah minero inmortal, ésta es tu casa / de roble, que tú mismo construiste. Adelante: / te he venido a esperar, yo soy el séptimo / de tus hijos (...). No importa que la noche nos haya sido negra / por igual a los dos.
-Pasa, no estés ahí mirándome, sin verme, debajo de la lluvia”.
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