La memoria indulgente
El premio Nacional de Narrativa 2009, Kirmen Uribe, firma La hora de despertarnos juntos, una novela atractiva y algo blanda que idealiza el nacionalismo vasco
En la trama de Bilbao-New York-Bilbao, la novela le dio a Uribe el Premio Nacional de Narrativa de 2009, un cuadro de Aurelio Arteta es punto de arranque de una búsqueda en el pasado de la familia del autor, con aventuras marineras y recuerdos de una guerra perdida. Los exergos de Elias Canetti, W. G. Sebald y Virginia Woolf son una apelación a quienes también fueron exploradores del pasado: pero debemos recordar que la evocación de Canetti estuvo marcada por una tragedia universal, la de Sebald por el desvanecimiento de cualquier identidad reconocible, la de Virginia Woolf por el íntimo desasosiego. La nueva novela de Kirmen Uribe invoca ahora a Carlos Fuentes, otra memoria masoquista en pos del entendimiento del pasado. La hora de despertarnos juntos surge también de un cuadro de Antonio Guezala, Noche de artistas en Ibaigane, pero lo hace sin sensación de culpabilidad, como la reconstrucción de un pasado risueño y feliz, aunque su inocencia esté cercada siempre por la hostilidad ajena. Más que a J. M. Coetzee o a los citados, recuerda a las primeras novelas de Antonio Muñoz Molina —Beatus ille y El jinete polaco—, que también parten de cuadros-emblema o de fotos envejecidas que exorcizan una inocencia o una pasada gallardía que nunca se han perdido del todo.
Las novelas de Muñoz Molina eran fieles a la emoción, aunque buscaban la historia. Y esta atractiva narración de Uribe no alberga dudas ni mala conciencia, y sus personajes —la encantadora pareja formada por Karmele Urresti y Txomin Letamendi, enfermera ella, trompetista él, más la historia de sus padres y de sus hijos— a veces se parecen más a las figuritas campesinas de las composiciones de José Arrúe que a las atrevidas y coloristas, modernas e inquietantes, del lienzo de Antonio Guezala que se evoca.
En un momento dado, el autor evoca los principios, la disciplina doméstica de la abuela, Carmen Iturrioz, que eran como “un código íntimo que respetara los lazos familiares, los legados recibidos, la voz de los ausentes”, y se tiene la impresión de que esta afirmación vertebra una novela que se esfuerza en comprenderlo todo, pero cuyo íntimo bastión siempre es la fidelidad a los suyos y una feroz necesidad de autoindulgencia. Para escribirla, Uribe ha preguntado a muchos testigos qué ocurrió, y su texto está teñido del recuerdo personal, tan respetable como falaz a menudo; desde mediados de los setenta —Uribe nació en 1970—, la historiografía ha sido abundante, casi torrencial, y algunas de las evocaciones de esta novela debieron de haber sido contrastadas con sus datos.
El Bilbao de 1920 fue una experiencia cultural fascinante, pero más compleja de lo que aquí parece. No todo fue aquel mundo que compartía un ideal nacionalista, que escuchaba la música de Guridi y también la de Ravel, que admiraba a los pintores de la Asociación de Artistas Vascos, y que luego fue ganado por el don de gentes del lehendakari Agirre (convertido en una suerte de genio benévolo de los protagonistas) y por su campaña de internacionalización de la cultura vasca derrotada, en la que cuajaron el grupo musical Eresoinka (donde se amaron nuestros protagonistas) y la vuelta al mundo del Athletic Club. Sin embargo, hay más cosas que no se dicen: la ruptura aberriana del PNV, que tanto tuvo que ver con la exclusión política de la familia De la Sota; el final de la revista Hermes (cuyo director, Jesús de Sarría, se suicidó, arruinado en la Bolsa) y la existencia de una boyante cultura vasca y española, tan presente en aquellas páginas satinadas; tampoco se entra en las estancias del infierno de la guerra civil de los vascos (que sí se evocaron en El abrazo de los muertos, testimonio del nacionalista católico José de Arteche) y ni se menciona siquiera el pacto de Santoña. Tampoco la presencia benévola de la familia De la Sota y el uso de los diarios de Manu de la Sota nos acercan demasiado a ese mundo a caballo de Neguri y Biarritz, entre el gusto por lo británico y el tirón de lo racial (una nota a pie de página: el patriarca Ramón de la Sota obtuvo el título de sir, concedido por el rey de Inglaterra, pero no el de lord, que aquí aparece como sinónimo).
Todo se contabiliza en términos de lealtad —la colaboración con los servicios de inteligencia aliados durante la Guerra Mundial, el esfuerzo político por internacionalizar el “caso vasco”, la idea siempre vaga de la lucha antifranquista—, o de sufrimiento injusto —el exilio en Venezuela, la persecución de la lengua propia—, o de inevitabilidad de las cosas —el nacimiento de ETA y su larga trayectoria asesina (que no se oculta, desde luego)—, pero nada sucede fuera de la familia. El título de esta novela lo ha dado —Ezra Pound— y resulta tan revelador como la cita de John Berger en las páginas finales: “Los muertos circundan a los vivos. Los vivos son el núcleo de los muertos”. Sin embargo, a mí me parece que no.
La hora de despertarnos juntos. Kirmen Uribe. Traducción de J. María Isasi. Seix Barral, 2016. 448 páginas. 20 euros
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