El ‘fake’ como una Bella Arte
El juego de vestir la mentira de realidad cobra otra dimensión en la cultura digital globalizada. Un ensayo del filósofo Byung-Chul y una exposición en el IVAM así lo demuestran
Orson Welles apenas había dormido tres horas, tras una larga noche de ensayos de La muerte de Danton, de Georg Büchner, con su compañía teatral, cuando la CBS le reclamó para comparecer ante los medios de comunicación y dar explicaciones sobre la oleada de pánico que, la noche anterior, había provocado su peculiar adaptación radiofónica de La guerra de los mundos, de H. G. Wells. Pese al destemple, el creador estuvo lo suficientemente lúcido como para afirmar que no había calculado las consecuencias, porque, de hecho, lo que acababa de hacer no era nada nuevo y esa estrategia de vestir la ficción como realidad retransmitida en tiempo real ya tenía sus precedentes. Sin abandonar el mismo medio, podría traerse a colación la inquietud que el 16 de enero de 1926 provocó, entre los oyentes de la BBC, el sacerdote Ronald Knox al informar, con intención satírica, de una revuelta popular en Londres que, entre otras cosas, había llevado al linchamiento de un ministro.
Se ha recorrido, sin duda, un largo camino entre esos hitos del simulacro protagonizados por Orson Welles y Ronald Knox y el comunicado oficial con que el Partido Popular desmintió que fuese real ese vídeo en el que Mariano Rajoy decía ante los micrófonos “señoras y señores, muchas tardes y buenas gracias por su asistencia a esta convocatoria”; en realidad, una manipulación audiovisual de Alberto González que emitió El intermedio y viralizaron las redes sociales. Entre el anuncio de una invasión extraterrestre sobre el telón de fondo de las tensiones que precedieron al estallido de la Segunda Guerra Mundial y el artificio de un lapsus presidencial que resulta verosímil ante tantos lapsus presidenciales verificados, han cambiado muchas cosas: entre ellas, el poder de influencia y la autoridad de los medios de comunicación, pero también la percepción de un ciudadano de a pie que ha sido exhaustivamente educado en la sospecha.
Con el tiempo, Orson Welles acabó convirtiendo el sonado incidente en rasgo de identidad. Su recuerdo nutría los fotogramas de Fraude (1973), su radical película-ensayo en la que se definía como prestidigitador y maestro de la ilusión, colaba una mentira a la vista de todos —referida a una presunta relación entre su compañera, Oja Kodar, y Pablo Picasso— y reivindicaba la figura del falsificador de arte Elmyr de Hory, cuya labor subversiva apuntaba a un cuestionamiento de la mirada de los expertos y de los protocolos de sacralización de la obra única del entorno museístico. El juego de simulacros de la película se revelaba laberíntico y acababa transformando su propio relato: Clifford Irving, biógrafo de Elmyr de Hory cuyo libro —Fake!— inspiraba el título del documental, se transformaba a su vez en falsificador al publicar unas falsas memorias de Howard Hughes.
Desde Welles, ha cambiado el poder de los medios y la percepción del ciudadano, educado en la sospecha
El libro de Irving y la película de Welles encuentran su eco en Fake. No es verdad, no es mentira, la exposición comisariada por Jorge Luis Marzo que permanecerá en el IVAM hasta el 29 de enero de 2017 y en la que se exploran un buen número de variables de este nuevo estado de la sospecha donde lo falso puede dar forma a un activismo ético y estético para hurgar en las fragilidades de lo que el poder designa como verdadero. Elmyr d’Hory, por su parte, cuenta con una presencia destacada en el recién traducido Shanzhai. El arte de la falsificación y la deconstrucción en China (Caja Negra), de Byung-Chul Han, donde el filósofo escribe, a propósito de una falsificación de Matisse, “Elmyr pinta mal a propósito, para que su falsificación se parezca más al original. De este modo, invierte el comportamiento convencional entre el maestro y el falsificador: el falsificador pinta mejor que el maestro”. Y, más adelante, “si Elmyr y (Han van) Meegeren (otro reputado falsificador) hubieran nacido durante el Renacimiento, no cabe duda de que habrían gozado de más reconocimiento. Al menos no los habrían perseguido legalmente. Todavía era embrionaria la idea de una subjetividad artística genial. La obra aún se imponía sobre el artista”.
Byung-Chul Han parte del concepto del vacío budista para indagar en las radicales diferencias en torno a la relación entre el original y la copia que separan a la tradición occidental del pensamiento oriental. El hilo de razonamiento pasa por el mundo del arte para acabar identificando como parte de una esencia milenaria tanto la cultura de los productos de imitación en el mercado como la mayor receptividad de esa cultura a desafíos éticos de la ciencia como la clonación, pasando por la propia mutabilidad de un régimen político que fluye del maoísmo al capitalismo y que, según su pronóstico, podría mudar en una democracia shanzhai, siendo shanzhai el término chino para fake. Quizá el punto más interesante de su ensayo, por su posible extrapolación a las nuevas posibilidades de la cultura digital globalizada, sea su análisis de la función del espacio en blanco en la pintura y la ilustración chinas como potencial territorio de intervención y diálogo, donde diversas manos podían dejar su huella en forma de sellos o poemas: “En las pinturas chinas, las estampas de los sellos no sellan nada. Más bien abren un espacio comunicativo. No dotan a la imagen de una presencia autoral, autoritaria. (…) Al contrario de las estampas de los sellos chinos, que son inclusivas y comunicativas (las firmas en los cuadros europeos), operan de manera exclusiva y ejecutiva”.
Resulta tentador trasladar esa disyuntiva a esa revolución digital que ha popularizado formas de apropiación tan surtidas como el mash-up, la fanfiction, la docu-ficción o el fake, formas bastardas de las conquistas conceptuales del pop —con su impulso irónico en torno a iconos del discurso dominante— y la posmodernidad —y su dinámica de remezclas orientada a pulverizar viejas jerarquías culturales—. Las palabras del Conde de Lautréamont cuando escribió que “el plagio es necesario; el progreso lo implica” encuentran su manifestación más directa y transparente en una cultura con autoconsciencia de su naturaleza referencial, bajo la creciente hostilidad, no sólo corporativa, en el manejo de las leyes de la propiedad intelectual —recuérdese el caso Fernández Mallo/Borges—.
Gato por liebre
"El fake atenta contra lo que en griego se denomina doxa (opinión común) y provoca paradoxa (lo contrario a la opinión común)". Se trata de "un arte sin estética artística", añade Jorge Luis Marzo, el comisario de la sugestiva exposición del Institut Valencià d'Art Modern (IVAM) Fake. No es verdad, no es mentira, que reúne 44 trabajos de medio centenar de colectivos y creadores a partir del falso ataque de los marcianos que radió Orson Wells en 1938 y que supuso una temprana crítica al poder manipulador de los medios de comunicación. Desde entonces, esta práctica artística no ha hecho más que crecer a lomos del signo de los tiempos: dar gato por liebre. El vínculo entre los trabajos que se exhiben hasta el 28 de enero en la muestra, que presenta un aspecto premeditadamente cochambroso, es la voluntad de cuestionar la credibilidad y veracidad del discurso tanto político como social y artístico. Los creadores se valen del camuflaje, del sabotaje, del engaño para alcanzar sus fines: desde un falso documental sobre el montaje del viaje a la Luna hasta una obra social servida por revistas de celebrities, pasando por la terrible película del programa nazi de embellecimiento del campo de concentración Theresienstadt (Checoslovaquia), ejecutado por los prisioneros, para hacer creer a la comunidad internacional que se trataba casi de un balneario. Tras el rodaje, los presos fueron gaseados en Auschwitz. Joan Fontcuberta, Carlos Pazos, Luis Ospina, Paul Jordan-Smith, Nuria Carrasco, Isidoro Valcárcel o Rogelio López Cuenca son algunos de los artistas presentes en la muestra. / F. BONO
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