En el laboratorio de géneros
Kazuo Ishiguro firma un exitoso experimento de novela histórica en la Inglaterra medieval
No es que Ishiguro no siga las tendencias, ocurre que las sigue a destiempo, las elige cuando no están vigentes y las restituye. Ah, y, a la vieja usanza, es él, el autor, el que va a buscarlas, no permite que ellas, las tendencias, lo vengan a buscar a él. Seguramente porque no le interesan como moda, sino como técnica. No las necesita como autor para abrirse camino, y en cambio sí las precisan sus mundos ficcionales, que saltan en el tiempo, el espacio y el género como átomos de talento moviéndose en una molécula de creación. Ishiguro es, valga la ironía, un verdadero artista del mundo flotante de las tendencias. O de los nichos, o de los géneros, o de las formas. No gusta de fórmulas mágicas, prefiere el riesgo de la discontinuidad, también el de la discontinuidad temporal, pues se cumple una década desde su última novela, Nunca me abandones (2005). Vista la fertilidad de los narradores hoy día, Ishiguro no es precisamente prolífico, y tal vez esto le honre o se gane así un respeto que ya tiene, si bien es preciso admitir que el tiempo no parece ser un indicador fiable, a juzgar por Kafka componiendo una obra maestra como La metamorfosis en 15 días (y por muchos otros dedicando años a lograr un bodrio magnífico).
Triunfó con Los restos del día (1989), cuando la generación Granta de sus colegas McEwan, Amis o Barnes triunfaba también, haciendo trampas con las cartas de la baraja de la convención, y escribió una novela victoriana del siglo XX explicada desde dentro, con sorpresa final, nutritivos aditamentos y un mayordomo que no es precisamente el asesino, sino el detective. Cuando fuimos huérfanos (2000) rinde tributo a la novela negra, de modo que también se precisa un detective, aquí un tal Banks, que en vez de emular a Holmes parece imitar a Indiana Jones perdido en un laberinto kafkiano de mafias chinas, tráfico de opio y el fascismo ascendiendo como las burbujas del champán en un burdel de Shanghái.
En Nunca me abandones, el detective es el lector —que de hecho lo es siempre, como supo el profesor Eco mejor que nadie—, obligado a desentrañar un misterio sutil pero primordial que afecta a la raza humana y convierte la novela en un relato de ciencia-ficción en el que conviven Blade Runner, aquel mundo tan feliz de Huxley, El show de Truman y la biotecnología. A Ishiguro le interesan las convenciones, pero para poder romperlas o reconvertirlas, una suerte de tuneado narrativo que con frecuencia rejuvenece el aspecto y en ocasiones aumenta también las prestaciones. Aunque sobre todo le interesan la ambigüedad, en la que es un maestro indiscutible, el amor polimorfo y la orfandad, que en cierto modo atraviesan toda su narrativa, también El gigante enterrado, el nuevo producto salido de su laboratorio de géneros, no sabemos si un revival o un vintage de la narrativa del ciclo artúrico, pero en cualquier caso un exitoso experimento de novela histórica en la Inglaterra medieval. Caballeros obsoletos, ogros agresivos, soldados despiadados, un guerrero sajón, el mítico Sir Gawain y dos ancianos huérfanos de su hijo, Axl y Beatrice (la avejentada princesa de este cuento sin hadas), pueblan brumosas ciénagas y páramos y colinas de pálida luz donde habita la dragón hembra Querig, cuyo aliento alienta el olvido, rodeada del perdón, el honor, el amor redentor y la memoria que los misérrimos moradores que se arrastran por esas tierras enarbolan como si fueran la antorcha que ilumina la tiniebla de sus vidas. Se desprecia la experiencia y se encumbra el desprecio. Predomina el enfrentamiento y la desesperanza. Y, como hoy, no está la épica para lucirla en la guerra, sino para servirse de ella e incitar a la paz.
Todas sus novelas, en efecto, parecen querer aventurarse en un terreno nuevo. También ésta. Y, por si fuera poco, abandona aquí por una vez la primera persona de la voz del protagonista y la sustituye por la de un irónico narrador autoconsciente —“siento pintar semejante cuadro de nuestro país…”— interpretando el papel de cronista medieval, o tal vez de juglar dirigiéndose al lector (¡o al oyente!) para implicarlo en la historia y establecer una complicidad que afecta al tono y hace que la novela adquiera de vez en cuando tintes francamente paródicos que, lejos de abaratar el producto, lo enaltecen. Como el empleo del monólogo interior o la astucia con la que el autor libra sobrentendidos. Nada nunca es torpe en Ishiguro, ni siquiera cuando sus traducciones no evitan revelar que lo son.
El gigante enterrado es una novela de aventuras técnicamente sofisticada y genéricamente híbrida, y, si aceptamos la broma, podría muy bien ser la coda de la Historia del Caballero Cobarde y otros relatos artúricos, de Victoria Cirlot. O la pócima de un druida inglés de Nagasaki que nos hace ver al rey Arturo participando con Tolkien en Juego de tronos. O un inmenso guiño al mundo de Shrek. En realidad, sin embargo, parece un modo anacrónico de advertirnos que el Apocalipsis y la Edad Media corresponden al oscuro pasado pero, visto nuestro presente, pertenecen al futuro distópico que nos aguarda.
El gigante enterrado. Kazuo Ishiguro. Traducción: Mauricio Bach. Anagrama, 2016. 364 págs. 20,90 euros
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