Creo, luego existo
Los artistas toman conciencia de clase a partir del Renacimiento, cuando empiezan a presentarse y a representarse dando importancia a su estatus social
Hubo un tiempo en que las puertas de los baños públicos estaban llenas de pintadas que iban de lo ingenioso a lo soez. No hace tanto de eso, una época en la que la manera de pasar a la posteridad era un "Pili y Susana estuvieron aquí. 26/08/1996". Hoy las mismas Pili y Susana se fotografiarían en ese lugar -aunque sea un baño público- y lo colgarían en todas sus redes sociales esperando alguna señal de aprobación de sus seguidores. Y es que, ¿cuál es el objetivo de autorretratarse, de mostrarse? En un mundo en el que los impactos entran por los ojos, hasta los más esquivos saben del poder de la imagen; así unos deciden tener el total control de las suyas y restringirlas, por ejemplo el reciente Nobel de Literatura, Bob Dylan; y otros, además de controlarlas, las trabajan y las cuidan al máximo como los Obama. En estos y en otros niveles la gestión de la propia imagen responde a variopintos motivos: darse a conocer, dejar constancia de lo que se está haciendo, demostrar que se estuvo en un lugar, fotografiarse junto a unos u otros por afinidad o incluso para proclamar que se conoce a alguien. Y estas causas que podrían ser actuales vienen repitiéndose desde hace siglos, con la dificultad de que retratarse no era un acto que estuviera al alcance de cualquiera.
Los artistas, históricamente, han tenido más factible crear imágenes -ya sean bidimensionales, tridimensionales y/o en movimiento- y también han tenido más posibilidades de presentarse y representarse a ellos y lo que hacen. Comienzan a ser conscientes de su importancia de manera generalizada a partir del Renacimiento, firman y reclaman su autoría. Pasan de un orgullo profesional, de artesano, a un orgullo artístico, más elevado consciente de la parte intelectual de su trabajo. Metapintura. Un viaje a la idea del arte, la exposición que se puede ver en el Museo del Prado hasta el 19 de febrero habla del arte en primera persona a través de obras, de los artífices, de cómo estos reflexionan sobre sí mismos, sobre su actividad, sobre los lugares que frecuentan...
El autor tiene un papel fundamental en la muestra, como se comprueba desde las primeras obras, un zurbarán en el que un pintor -con su paleta y sus pinceles- se postra a los pies de la cruz desde donde le mira Cristo. Esta obra está acompañada de dos Santas faces, una de el Greco y otra de Zurbarán, donde se interpreta a Jesús como el primero que se autorretrata, al dejar la impronta de su rostro en el paño. Se acerca la figura del pintor a la Iglesia, se representa a San Lucas como pintor y sobre todo al propio Dios como artista, en una obra de 1690 de José García Hidalgo se le representa pintando a la Inmaculada, ya que es el único que puede crear una criatura sin las imperfecciones de la naturaleza humana.
El artista bendecido por la Iglesia y por las instituciones del Estado. ¿Qué son si no Las meninas? Pura metapintura, una obra hablando de sí misma y de lo que la rodea. Un pintor, Velázquez, que se representa en una estancia real del Alcázar de Madrid retratando a los reyes, rodeado por los miembros de la corte y con la cruz de la orden de Santiago bien visible en su vestimenta, distinción otorgada por Felipe IV. Un pintor dentro de un retrato real, lo que le confiere un estatus, un prestigio, eleva su consideración social. Lo repetirá Goya, aparece tanto en La familia de Carlos IV, como en La familia del infante don Luis de Borbón. Con la misma pretensión, pero sin inmiscuirse en una escena palaciega, se puede interpretar el autorretrato de Tiziano de 1562, en el que solo el pincel en su mano da pista de su ocupación. Se retrata de perfil como en las medallas, solemne, con rica vestimenta y cadenas de oro, detalle que denota la cercanía con el poder, ya que fue pintor de Carlos V y de Felipe II.
En soledad o rodeados, los artistas querían dejar constancia de su posición, una visión alejada de la parte artesanal del oficio de pintor. Si se representan con pinceles o paletas no muestran la suciedad típica de su trabajo y muchas veces prefieren aparecer con instrumentos de medir como compases, para dejar de ser una profesión en entredicho. En contraposición a esto José Antolínez (1635-1675) realiza El pintor pobre o El vendedor de cuadros, una suerte de anverso de Las meninas donde se representa un personaje con ropas raídas que lleva un cuadro en la mano y que mira y señala al exterior como dirigiéndose a quien tiene enfrente. No se sabe con seguridad su identidad, pero de lo que no cabe duda es que está en el estudio de un pintor con dibujos en las paredes o cajas de pinceles por el suelo, un ambiente más fiel al espacio de un artista donde no hay nada de la pulcritud meniniana de Velázquez. Esto formaría parte de la mordacidad de Antolínez en la relación con sus colegas que se representan cual o junto a personajes poderosos, como, por otro lado, él también hará.
El personaje de Antolínez mira fuera del cuadro; Velázquez y Goya rodeados las familias reales que le corresponden a cada uno también lo hacen; Durero en su autorretrato de 1498 fija sus ojos en el espectador. Rompen los límites del cuadro intentan generar una complicidad en la que se rompe la barrera de la pintura, se sale del lienzo como materializa Murillo en su autorretrato de la National Gallery londinense, en el que apoya la mano en el marco.
La salida del marco metafórica va siendo progresiva hasta que la figura del artista bohemio, ya separado del poder predomina. Así tenemos a Courbet como hombre desesperado o a Van Gogh que no necesita mostrarse para retratarse, lo hace a través de sus botas o de su habitación.
La contemporaneidad ha hecho que se mezclen los géneros. La pintura continúa reflexionando sobre sí misma, ocurre lo mismo con la fotografía o el cine. Pero también, cada una de las artes habla sobre las otras. Por ejemplo, la película Los sueños de Akira Kurosawa en la que uno de los cortos que la forman, Crows, un estudiante de arte se encuentra con Van Gogh, interpretado por Martin Scorsese, y acaba con una serie de pájaros que inevitablemente recuerdan a la película de Hitchcock, director al que no le bastaba su inconfundible factura para firmar sus películas, tenía, además, que rubricarlas con su presencia, un selfie en movimiento.
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