Orwell en el museo cubano
La Habana es un gran Open Estudio con un discurso artístico variopinto que se mueve entre la vieja iconografía de la Revolución y la economía de la iniciativa privada
En enero de este año, la editorial cubana Arte y Literatura publicó 1984. En un país que ha sido descrito —por geografía o por ideología, por isla o por revolución— como una utopía, la novela de George Orwell tenía todos los ingredientes para remover el panorama. Sobre todo porque la Cuba que recibe el libro se acerca cada vez más a un país distópico. Y porque a los cubanos de hoy quizá 1984 les pueda servir como un GPS, o al menos como un manual de instrucciones para orientarse en el terreno de esta nueva convivencia entre socialismo e iniciativa privada, Gran Hermano y wifi, partido único y negocios diversos. O entre el antiimperialismo de un sector ideológico que sigue verbalizando el rechazo a los norteamericanos y las directrices de un sector turístico que no deja de reclamarlos.
Por esos mismos días en los que Orwell se estrenaba en La Habana, corría por allí la convocatoria de una exposición colectiva a inaugurarse el próximo año en el Museo de Bellas Artes de Minneapolis. Su título —Adiós utopía— apuntala esta atmósfera distópica en la que el mundo del arte no tiene, precisamente, un papel secundario. Hablamos de un sector que cada semana recibe por arriba a colegas del calibre de Frank Stella, Joseph Kossuth, Michelangelo Pistoletto, Francis Alys o Karl Lagerfeld en su faceta de fotógrafo. Mientras tanto, por abajo se las arregla para sostener una secuencia non-stop de conferencias, pequeñas exposiciones, talleres o aperturas de espacios privados capaces de eludir las prescripciones jurídicas de un cuentapropismo —tradúzcase iniciativa privada— que permite, por ejemplo, a un comisario de exposiciones poner un bar pero no una galería. (A un comisario cubano, es bueno aclararlo, pues la Galería Continua ha sido noticia al instalarse en la isla con un éxito tan incontestable como el privilegio que esto supone).
Los artistas de hoy tienen un discurso más visceral que doctrinario y asumen una trascendencia tan austera como el reciclaje
Entre ese arriba y ese abajo, La Habana se va convirtiendo en un gigantesco Open Studio, guiado por una no menos gigantesca agenda colectiva en la que queda claro que en esta ciudad más vale un buen contacto en mano que cien obras volando.
De apartamento en apartamento —y de institución en institución—, resalta un discurso variopinto en el que sobresale un arte que funciona como arqueología, reapropiación o sustitución del viejo arsenal iconográfico de la revolución. A los artistas les preocupa además recuperar figuras del exilio, asomarse a las polémicas de los años ochenta previas al derribo del muro de Berlín, la emigración interna, la formulación de un archivo visual de la literatura censurada, las vidas de presos y mendigos, el estrés postraumático de las guerras de África, los sueños abandonados de la carrera espacial o el desplome de los lugares emblemáticos del socialismo. Por otra parte, al cuestionamiento propio de un país socialista se ha añadido una crítica de nuevo tipo a la acumulación rudimentaria del capital que han desatado las nuevas medidas económicas.
En la Bienal de 2015, las tres exposiciones del Museo Nacional de Bellas Artes contaban con financiación privada. Si a esto sumamos un OFF Bienal desmesurado o el impacto de los espacios privados que van cobrando prestigio, es fácil percibir una situación parainstitucional inédita en términos cubanos. Y así como todo el mundo se pregunta por la legislación de la iniciativa privada, no estaría de más repensar qué se entiende por arte público desde el ámbito estatal, pero también más allá de este.
En el arte contemporáneo cubano, los años ochenta se configuraron a partir de un experimento bastante insólito que proponía, desde una energía centrípeta, un arte occidental sin mercado. Los noventa, desde una energía centrífuga, quedaron marcados por la combinación entre la asimilación del dinero y una diasporización extrema.
Los artistas surgidos en este siglo XXI han crecido entre la nostalgia por la crítica de los primeros y el pragmatismo de los segundos. Han tenido la ventaja de la ubicuidad, cuando no la esquizofrenia, de estar a la vez fuera y dentro de Cuba; saltando, casi todos, de las instituciones a los espacios privados con la misma normalidad que viven entre Cuba y cualquier otro país sin que esto les suponga un problema de identidad. Arrastran, eso sí, un discurso más visceral que doctrinario y asumen una trascendencia tan austera como el arte de reciclaje, casi pretecnológico, que muchos desarrollan. Puede que sean la primera generación, estética y psicológicamente, posterior a la Guerra Fría, y lo mismo han aprovechado la pedagogía de las escuelas estatales como el mecenazgo —intelectual, vital, pedagógico o directamente económico— de artistas inmediatamente anteriores como Carlos Garaicoa, Los Carpinteros, René Francisco, Eduardo Ponjuán, Lázaro Saavedra, Tania Bruguera, Sandra Ceballos, Ezequiel Suárez o Juan Carlos Alom.
Dicho esto, no puede olvidarse que el arte en Cuba se comporta como una burbuja. Un globo distópico en el que se puede vivir relativamente aparte y se puede vivir absolutamente del arte. Por eso es conveniente encender las alarmas ante la tropa de críticos o curadores internationales que caen por allí. Si estos acaban abonándose a la ruta del catering —casi siempre el mismo, aunque en fiestas distintas—, no entenderán nada de lo que está pasando en el país. Ni siquiera lo que está pasando en un arte al que sólo podrán frivolizar o convertir en otro capítulo exótico de las exposiciones poscoloniales. Acaso el nuevo folclore de una versión millennial del arte povera para multiculturalistas.
Contra esa burbuja fantástica también debe crecer, si es posible hasta pincharla, el nuevo arte cubano. Justo en este instante de su historia en el que despedir la utopía podría ayudarlos a darle la bienvenida a lo posible.
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