Occidente ante el espejo de India
Roberto Calasso ilustra en El ardor, su última obra traducida al español, la paradoja de que el mundo sea una totalidad secular cuajada de religiones fundamentalistas
Regresa Calasso con El ardor (2010), su última obra traducida al español —Adelphi ha publicado este año otra hermosa enciclopedia, Il cacciatore celeste—, y a la que tal vez convenga darle acomodo, a pesar de su palmaria filiación con la materia védica, no entre la bibliografía que contribuye a la arqueología del saber antiguo, que el autor florentino domina sin parangón, sino entre la que despliega argumentos que iluminan nuestra sociedad occidental y que proporcionan códigos para la resolución de sus enigmas y fundamentos que contribuyen a explicar el atascadero que la coerce, y las causas de que presente síntomas de agotamiento y de debilidad. Reflejándolo en el espejo ajeno de la sabiduría de la antigua India, trata de arrojar luz sobre nuestro propio rostro, desencajado por su conciencia de desvalimiento, desfigurado por el daño que le inflige contemplar el erial visible entre el laicismo cándido e inerme y el fundamentalismo conminatorio y por la paradoja de que “el mundo sea hoy una totalidad secular cuajada de religiones fundamentalistas”.
Persigue que nos legitimen de nuevo la ceremonia —a la que tan sujeto está el Holocausto como el yihadismo— y que advirtamos que lo sagrado no es inicuo o constrictor, sino el bálsamo que remedia el conflicto entre lo divino y lo humano. En efecto, El ardor avala los anatemas que aquejan nuestra sociedad, también “la falta, la incapacidad de atención”, que ya denunció en La locura que viene de las ninfas (2005); la ausencia de la idea primordial del sacrificio; la imposibilidad de atender a lo inmaterial en un sistema inmediato, consumista y funcional; la mitificación desorbitada; el abandono del rito intercesor que procura la sublimación; la ignorancia de que toda creación genuina emana de un ardor que, acorde con la tradición védica, consiste en un estado físico de gracia que, previo al pensamiento, repudia cualquier atisbo de futilidad.
Del mismo modo en que dicen que del viaje cumple disfrutar de la travesía sin pensar demasiado en el destino, del autor de Las bodas de Cadmo y Harmonía (1988) conviene complacerse encomendándose primero a su narrativa de ideas que someten a los personajes reduciéndolos a voces que revelan discursos del intelecto. A su estilo después, díscolo y felizmente arrastrado por la caprichosa corriente del caudaloso río de su erudición, siempre en una encrucijada genérica en la que acaba tomando partido por el ensayo teorético ataviado de fábula —en su segunda acepción del diccionario— en el que todo cabe (“la literatura es omnívora, similar al estómago de ciertos animales en los que pueden encontrarse clavos, trozos de cristal, pañuelos, (…) y crece como la hierba entre las losas grises del pensamiento”, “Literatura absoluta”, La literatura y los dioses). Y asimismo a su prosa ilustrada en la que la abstracción vence a la narración y por cuyo frondoso bosque semántico pasea ensimismado el lector, con frecuencia abrumado por su condición de abstruso, que nace del deseo de someter las incógnitas del presente occidental al conocimiento del pasado exótico, como ya hizo en Ka (1996), cuya estela sigue El ardor por el firmamento de la mitología hindú, y no es fácil evitar que los inexcusables pero constantes orientalismos sean vistos por el lector apresurado como alimañas que salen una y otra vez a su encuentro en la espesura. Sabido es que servirse de la gnosis para disponer puentes entre culturas de naturalezas distintas a la vez que distantes en el tiempo constituye, como la propensión a la transversalidad, un atributo del autor de La Folie Baudelaire, que en más de una ocasión ha querido señalar que lo pretérito reflecta sin remedio lo hodierno, que existe una metamorfosis o una ósmosis de lo antiguo en lo actual, y que no en vano “quien contempla lo moderno ve la barbarie en el pasado; quien contempla lo antiguo ve en el presente la degeneración”. Tampoco ha escondido nunca la dificultad de lograr que la lectura, ardua pero reconfortante, de textos de cultura y mística oriental no se banalice. Calasso escribe acerca de la dificultad de lo que escribe, pero suscribe y promueve el sapere aude.
Ni aditamentos, más allá de unas preciosas imágenes, ni trazas de exhibicionismo diletante. Calasso es sinónimo de conocimiento, y sus libros compensan por fortuna aquellos que no son sino arengas de gurú que escuchar y acatar, y que proliferan para satisfacción de quienes quieren hacerse con verdades tan asequibles como instantáneas y huérfanas sin necesidad de atender a sus causas. A Calasso hay que leerlo sin prisa y entre líneas, prohibiéndose desdeñar lo ignoto y con el deseo de destilar certezas de su fecunda elocuencia. Que todo mundo remoto acaba explicándonos el nuestro es una de ellas.
El ardor Roberto Calasso Traducción de Edgardo Dobry Anagrama Barcelona, 2016 544 páginas 29,90 euros
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