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PURO TEATRO

Atrapados en la Red oscura

'L’inframon' (The Nether), de Jennifer Haley, es una pieza brillante que combina ciencia- ficción y debate moral sobre la pederastia en la Red

Marcos Ordóñez
Un instante de la obra de teatro L’inframón.
Un instante de la obra de teatro L’inframón.Ros Ribas

El año pasado vi The Nether en el West End. Jennifer Haley, una joven dramaturga estadounidense, la había estrenado en 2013 en el Center Theatre Group de Los Ángeles. Como sucede a menudo con el teatro norteamericano (Angels in America, de Kushner, es el ejemplo más notorio), el verdadero despegue de The Nether tuvo lugar en Londres: gozó de una producción de lujo en el Royal Court dirigida por Jeremy Herrin, responsable del exitazo de Wolf Hall, el espectáculo de la Royal Shakespeare que luego fue serie televisiva. La pieza de Haley estuvo dos meses en el Duke of York y, a lomos de un buen puñado de críticas favorables, se presentó en el Lucille Lortel Theater, una de las salas más reputadas del off-Broadway, en montaje de Anna Kauffman.

El texto, un thriller distópico imaginativo, volvió a atraparme y sacudirme. No es un plato de fácil digestión

Su versión catalana, L’inframón, a cargo de Neus Bonilla, con notable puesta de Juan Carlos Martel, se estrenó a finales del Festival Grec y el próximo día 21 inaugurará la temporada del Lliure de Gràcia. El texto, brillante e imaginativo, volvió a atraparme y sacudirme. No es un plato de fácil digestión: bajo el formato de thriller distópico, plantea un espinoso debate moral sobre los límites de lo virtual con la pederastia como eje. La acción tiene lugar en un futuro tristemente inmediato. La Red lo abarca todo, desde la educación y los negocios hasta los más oscuros deseos. La detective Morris (Mar Ulldemolins) interroga a Sims (Andreu Benito), creador de un reino, el Escondite, que vende una “inmersión sensorial absoluta” en una mansión victoriana, con niñas que parecen salidas de las fotografías de Lewis Carroll. Lo que allí sucede está más allá de lo imaginable. Morris quiere cerrar el acceso, pero está fuera de su jurisdicción. Sims asegura que no hay delito. Ha creado el Escondite para pedófilos irrecuperables como él, “en total anonimato, sin culpa ni daños”. Insiste en que se trata de una sofisticadísima puesta al día de los antiguos juegos de rol. No son niñas reales, sino avatares, y también los clientes entran con otra identidad, otro aspecto, otro género. Proclama además que su creación cumple una función de higiene social: mejor dar rienda suelta a los instintos, dice, en un espacio imaginario que en la realidad. Morris le responde que todo lo que se hace en la Red acaba por repercutir en el mundo real: “Las imágenes crean la realidad. Y usted, amparándose en la libertad, legitima y promueve las peores perversiones”. Ese sería, muy a grandes rasgos, el eje del intenso debate. Es admirable todo lo que narra Jennifer Haley (debate, intriga, historia de amor) con muy pocos personajes y en apenas hora y media, y de qué sorprendente forma consigue equilibrar fascinación y culpa, horror y sentimiento. ¿Qué puedo contar sin desvelar una trama pródiga en giros?

Teatrelliure
Teatrelliure

Para mí, lo más sugestivo es el juego de roles antes apuntado. Descubrimos (en la segunda escena) que Morris infiltró a un agente en el Escondite, al que solo conocemos por su avatar y su apodo, Woodnut (Joan Carreras). Y que, tras la pista de Sims, interrogó a Doyle (Víctor Pi), profesor y padre de familia, cliente asiduo del Escondite, que estaba a punto de convertirse en una sombra. He ahí una inquietante idea, digna de Philip K. Dick: las sombras son, en el mundo futuro, los casos extremos de adicción al ordenador que acaban ingresando, mental y sensorialmente, en su reino favorito. L’inframón transcurre en dos tiempos: el que precede al interrogatorio de Sims (el informe de Woodnut, el testimonio de Doyle) y lo que sigue a continuación, en presente. Y dos espacios: la sede policial y la virtual mansión victoriana. El juego espacial me parece una de las principales bazas de la puesta del Lliure. Lo que menos me convenció del montaje de Londres fue la escenografía de Es Devlin, que le valió un Olivier, y las imágenes de Luke Halls: una deslumbrante combinación de filmaciones, espejos y árboles reales que provocaban lentísimos cambios de escena y, sobre todo, ceñían en exceso la imaginación del espectador. En obras como esta, creo que es un error intentar competir con el cine. Alejandro Andújar opta con acierto por el “menos es más” y apuesta por una eficacísima sencillez: la sala de interrogatorios en primer término, y en el segundo, el Escondite, sugerido por el vestuario (que también firma) y unos pocos y muy bien elegidos elementos de utilería. Creo que podrían mejorarse los elementos de vídeo de Joan Rodón: en un futuro tan hipertecnologizado, algunas filmaciones remiten a la computación gráfica de la ciencia-ficción de los ochenta. Andreu Benito, con su habitual mezcla de autoridad y peligro, es una óptima elección para el personaje de Sims. También está muy bien repartido el rol de la detective Morris, porque Mar Ulldemolins suele ser un perfecto cóctel de fuerza y delicadeza. Creo, sin embargo, que aún le falta una vuelta de tuerca para dibujar con precisión las múltiples y complejas capas de la investigadora: estoy convencido de que lo conseguirá. Es ­inevitable pensar en Lewis Carroll al ver a Joan Carreras con su levita victoriana y toda la tristeza en sus ojos de niño grande, perdido en ese presunto paraíso que tiene mucho de infierno. Y me ha alegrado volver a ver en escena a Víctor Pi, un actor de una fragilidad infrecuente y que aquí ofrece un conmovedor Doyle, con una delicadísima última escena difícil de olvidar. He dejado para el final al fascinante personaje de Iris, la criatura preferida por todos los visitantes del Escondite, y que interpretan, en alternancia, Gala Marqués y Carla Schilt. Vi a la segunda en julio. Hace un buen trabajo, pero no me parece una buena idea que ese personaje corra a cargo de una niña. Aunque te digan que es un avatar y en escena no suceda absolutamente nada que provoque alarma, la temprana edad añade, a mis ojos, una innecesaria dosis de incomodidad en una obra ya de por sí muy perturbadora. Lo mismo sentí en Londres al ver a Isabella Pappas, que tenía 12 años cuando la interpretó. Me pregunto, con todos mis respetos, si no podría interpretarla una actriz con aspecto infantil pero algo mayor.

´), de Jennifer Haley. Director: Juan Carlos Martel. Intérpretes: Andreu Benito, Joan Carreras, Gala Marqués/Carla Schilt, Víctor Pi, Mar Ulldemolins. Teatre Lliure/Gràcia (Barcelona). Del 21 de septiembre al 16 de octubre.

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