Las sílabas del mal
Una biografía de Juan Eduardo Cirlot y la publicación de su única novela, inédita hasta hoy, son los principales acontecimientos editoriales en el año de su centenario
Conocido por sus estudios de simbología, Juan Eduardo Cirlot (Barcelona, 1916-1973) es uno de los “raros” de posguerra, autor de una poesía surrealista generada mediante letanías, combinaciones y permutaciones. Como en la música atonal, tan influyente en él, en su serie no hay un orden dominante: no en vano era admirador de Schönberg, y compositor de música en su juventud. A los 100 años de su nacimiento,le ha dedicado una biografía a este hombre de paradojas irreductibles: estudioso de las vanguardias, vivía atrapado en el alto medievo; afectado por el fervor germánico y la estética filonazi, era valedor de la cultura rabínica y de la cábala; seducido por la compulsión antirromana de Aníbal, se sentía un romano pétreo. Así las cosas, es muy difícil situar a Cirlot en los anaqueles funerarios de la historia del arte, y más aún impedir que se escurra por las ranuras de cualquier biografía canónica. Esta es muy sugerente y está compuesta con destreza; pero no sacia toda la sed que suscita. Al cabo, se trata de una valiosa aproximación que ojalá decida complementar su autor algún día, ya sin las urgencias de un centenario: él sabe hacerlo (es un competente biógrafo de Cernuda) y el biografiado lo merece.
El centenario ha venido acompañado, además, de la publicación de Nebiros, única novela de Cirlot, escrita en 1950 y presentada por el editor José Janés para su aprobación a la Dirección General de Propaganda. Descubierta recientemente entre los legajos de la censura, que negó por dos veces el permiso de impresión dada su “moralidad grosera y repugnante”, estamos ante el relato lineal, en tercera persona y carente de diálogo, del vagabundeo de un hombre sin nombre y casi sin pasado, que sale al atardecer de su cubil, una oficina kafkiana, y deambula por calles y antros de una ciudad portuaria descendiendo a la sima de la noche como un Dante sin expectativas de paraíso, un Max Estrella sin estrella, y hasta un Leopold Bloom. Precisamente alguna analogía con Ulises, de Joyce, y ciertos desajustes de paginación entre las tachaduras del censor y el mecanoscrito encontrado, hacen que Victoria Cirlot, reconocida medievalista e hija del autor, dude sobre si lo que nos ofrece es la novela completa o una parte de ella, pues el personaje no agota el día como su precedente joyceano, sino que su odisea concluye al amanecer. Entiendo que la obra está completa: antes de la última frase que trae a colación la editora para pronunciarse en este sentido, el personaje vive una sumersión onírica que acaba en una prolepsis anunciadora de su muerte futura, y que señalaría el fin lógico, creo, de la novela.
Este sujeto autodestructivo y lúbrico, libresco y acomodado en el vacío ve a su alrededor “las huellas seguras del mal que no le concedía descanso”. La ciudad por la que vaga recuerda ciertos espacios del existencialismo mediosecular: Barcelona en Nada (Carmen Laforet), Oviedo en Nosotros, los Rivero (Dolores Medio)… Mayor es la conexión con la ciudad muerta que tanto atrajo al J. Martínez Ruiz previo a 1905 y al primer Baroja, con cuyos protagonistas comparte este el nihilismo feroz, el rechazo de las soluciones políticas o regeneracionistas, la ilusión budista o schopenhaueriana sobre la anulación de la voluntad de vivir, o la condena de la procreación en cuanto prolongación del dolor y la muerte: “Menos, mucho menos, tener hijos. ¿Él hubiera colaborado en aquella obra gigantesca de aniquilación? Nunca”. El centro del relato lo constituye una visita a un prostíbulo donde se encuentra con una ramera deforme en la que se encarna Lilith, la serpiente bíblica que dio título a un libro de poemas de 1949 con dibujos de Cuixart y Tàpies, sus compañeros en el grupo plástico-literario Dau al Set.
Estamos, en fin, ante un asfixiante descenso a los infiernos. Allí tiene su sede Nebiros, una de las faces de Satán, además de ser el nombre de un bar en que recala este sujeto noctívago. Cualquier esperanza de salvación religiosa o filosófica se destroza contra un Armagedón apocalíptico.
Lo mejor de la novela es lo que nos dice de la mente enclaustrada y túrbida de un poeta mayor. Leída hoy, sorprende que, ni en el más seráfico de sus sueños, el malogrado José Janés creyera que la censura podría autorizar esta obra donde deflagran, con la combustión violenta con que lo hacen en Blake, Baudelaire o Trakl, las sílabas del mal.
Cirlot, ser y no ser de un poeta único. Antonio Rivero Taravillo. Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2016. 312 páginas. 21,90 euros
Nebiros. Juan Eduardo Cirlot. Siruela. Madrid, 2016. 188 páginas. 18,95 euros
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