‘Bojack Horseman’, el caballo que quiso un Oscar
La manera más fácil de hablar sin tapujos sobre depresión y adicción era con un animal parlante de dibujos animados
La manera más fácil de hablar sin tapujos sobre depresión y adicción era con un caballo parlante de dibujos animados. Que el espectador más conservador no se deje engañar por la apariencia de Bojack Horseman, porque la serie de Netflix que el pasado viernes estrenó su tercera temporada no solo es una de las comedias más audaces y divertidas de la televisión, sino también una de las series más inteligentes y deprimentes, una que se adentra donde el resto no se atreve. El aborto, las drogas, las relaciones humanas, la amistad y el inconformismo, nada queda fuera de su alcance, pero sin dar lecciones ni imponer una moralina. Y en el centro de todo está la soledad, la condición que impregna la normalidad de la vida de un grupo de protagonistas imperfectos que incidentalmente son caballos, gatos, perros o orcas go-gós.
El cartel de la segunda temporada lo dejaba claro: Soprano, Draper, Underwood y Horseman. El caballo antropomórfico que protagoniza la serie animada es heredero de esta colección de antihéroes que ha hecho que las series tomen la delantera del entretenimiento. Bojack es una antigua estrella de la televisión con ínfulas de grandeza, egocéntrico y vanidoso, pero también eternamente indagando en el sentido de la vida. La sátira sobre la industria del cine y las estrellas está servida: “Robert Redford era ofensivo. Los caballos no hacen lo que les dicen porque les susurren”.
Esta temporada estaba llamada a ser la de cumplir sueños. Tras toda una vida buscando su papel soñado —el caballo de carreras Secretariat—, lo había logrado. Llegaba el momento del próximo paso: luchar por el Oscar. Pero si algo nos había enseñado la serie era que los sueños no se cumplen y que, aunque eso ocurriera, la insatisfacción perviviría. No hay moraleja por aprender, ni felicidad por conquistar, solo queda un día más por vivir. Para bien y para mal: la evolución es tan natural e imperceptible que casi no se nota y no hay clausura temática para el espectador, que comprueba con impotencia cómo el protagonista repite la misma espiral de errores.
Pero Bojack es mucho más que una serie experimental e inventiva que nos destroza el alma. La temporada anterior terminó con una escena con la que no se hubiera atrevido ninguna otra serie: El “héroe” quedaba a un paso de acostarse con la hija adolescente de su amor de juventud. Esa situación trae consecuencias en su ya de por sí desquiciada mente. Y el fondo sigue sin llegar. Y es que, con la excusa de que el protagonista es un caballo y esto es una comedia (negra), temas tan complicados como el aborto, asexualidad y el alcoholismo —cercano al productor y voz de Bojack Will Arnett— son más fáciles de digerir. También ayuda que detrás de las laringes animales esté uno de los mejores repartos de la televisión.
Esta temporada, además, demuestra que su creador Raphael Bob-Waksberg no es solo original y audaz en la narrativa, sino también en el uso de las técnicas visuales. El trazo de los dibujos es simplista, sí, pero los recursos de los que se apropia no son tan habituales en la comedia: desde los flashbacks (incluido algunos al tiempo de Secretariat) hasta la fuerte serialización. Y si el año pasado se atrevía a recrear un surrealista concurso televisivo en un episodio completo, esta vez Bojack da un triple salto mortal y crea un desgarrador episodio mudo bajo el mar, que mezcla el alma de Chaplin con el ritmo de Fantasía y unas gotas de introspección y experimentación solo comparables a The Congress de Ari Folman. La libertad es total.
Entrevista a Will Arnett.
Sin embargo, no todo puede ser tristeza y pesimismo. Bojack también es hilarante, surrealista y desquiciada. Aprovecha todos los recovecos para hacer humor, incluido la pérdida y la desdicha. Como en las mejores comedias visuales, los chistes no solo están en los diálogos, las autoreferencias y en los juegos de palabras con animales, sino también en cada imagen y decisión de montaje, algo que la moderna comedia estadounidense ha dejado demasiado de lado. Hollywood tiene bromas escondidas para un segundo y tercer revisionado. No hay nada igual en televisión.
En un momento de verdadero lazo emocional, Diane, otro personaje inconformista y deprimido, recuerda a Bojack que, pese a que fuera mala, su comedia estrella, Retozando, le producía un escapismo de media hora a su complicada infancia: “Durante un rato era feliz, me olvidaba de todo y me sentía acompañada”. Bojack Horseman no podía ser más opuesta a una de esas sitcom noventeras que parodia. Sin embargo, guarda con ellas esa similitud. Durante media hora, el espectador se siente cercano y entiende a esta colección de personajes destrozados que son más humanos que cualquier otro humano que se asome a la pequeña pantalla. Por un momento te sientes menos solo y te ríes de sus decisiones. Y, aunque te destrocen el alma, los acompañas camino a los infiernos.
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