Runrún
Julian Barnes novela la vida de Dmitri Shostakóvich para hacernos reflexionar sobre el desdichado papel del artista de nuestra época
“¿Qué podría oponerse al ruido del tiempo? Sólo esa música que llevamos dentro –la música de nuestro ser– que algunos transforman en auténtica música. Que, a lo largo de las décadas, si es lo suficientemente fuerte y auténtica y pura para acallar el ruido del tiempo, se transforma en el susurro de la historia. A esto se aferraba él”. Adentrándose con autoridad en el pensamiento de ese “él”, que no era otro que el extraordinario músico ruso Dmitri Shostakóvich (1906-1975), el escritor británico Julian Barnes (Leicester, 1946), avezado escudriñador de la vida íntima de los artistas, ha publicado una biografía novelada del célebre compositor, El ruido del tiempo (Anagrama), pero no solo para narrar las tristes cuitas de quien padeció a lo largo de casi toda su existencia el horrible peso muerto del totalitarismo soviético, sino también para hacernos reflexionar sobre el desdichado papel del artista de nuestra época, en la que el arte se ha politizado hasta el delirio, mientras que la política se ha convertido en un siniestro espectáculo estético para pastorear a las masas.
En cualquier caso, la vida de Shostakóvich discurrió sin mayores avatares que los de la general miseria sufrida por el pueblo ruso durante la Primera Guerra Mundial, la Revolución de Octubre y la posterior guerra civil, una etapa ciertamente gráfica, pero durante la que él era todavía un adolescente de prometedor talento musical. Por lo demás, la música, el más arcaico de los impulsos emocionales del ser humano, aunque, quizás por ello mismo, el de supervivencia más abstracta, pudo, en principio, sortear con mejor fortuna el sino de su institucionalización, política unidimensional. De todas formas, cuando de lo que se trata es de programar la felicidad humana, es difícil librarse individualmente de tan devastador troquel, y claro, llega fatalmente el momento en que tienes que rendir cuentas ante el Altísimo.
Para Shostakóvich tan temible momento llegó en una fecha fatídica: la de la representación de su ópera Lady Macbeth de Mtsensnk el 26 de enero de 1936, pues aquel día se le anunció que asistirían al evento el mismo Stalin, acompañado por los camaradas Mólotov, Mikoyán y Zhdánov; vamos: el sanedrín rojo al completo. Dos días después, pudo el pobre músico leer su sentencia condenatoria publicada como editorial en Pravda, el órgano oficial del Partido, escrita además con el estilo literariamente desabrido que delataba a su autor anónimo: Stalin, el cual se despachó calificando la ópera como la intolerable “bulla” propia de un artista decadente y traidor. Lo peor entonces no fue solo que Shostakóvich fuera circunstancialmente borrado del mapa como músico, sino, como sospechó, que no tardaría en serlo también de la faz de la tierra. No obstante, a pesar de los pesares, el aterrorizado músico sobrevivió, lo cual le permitió probar la otra cara de la amargura: la de su reeducación y explotación partidista. El inquisitivo y bien informado Barnes opina que este giro fue todavía más insoportablemente humillante para el artista, pues acabó con su dignidad personal.
Sea como sea, volvamos a lo esencial, porque, a la postre, lo que nunca dejó de hacer Shostakóvich fue seguir componiendo música y, desde entonces, dotándola además, si cabe, de una mayor hondura, como le suele ocurrir al arte auténtico cuando el camino de la vida se empina. Porque lo esencial es eso sobre lo que Barnes, trasunto del compositor, insiste: que “el arte pertenece a todo el mundo y a nadie. El arte pertenece a todas las épocas y a ninguna. El arte pertenece a quienes lo crean ya quienes lo disfrutan (…). El arte es el susurro de la historia que se oye por encima del tiempo”. Lo maravillosamente aleccionador al respecto es, en definitiva, que la estigmatizada bulla del compositor nos sigue conmoviendo casi medio siglo después de su muerte. Lo verdaderamente importante es cómo, en efecto, la música acalla el alocado runrún del tiempo y se instala en una muy abierta e inalcanzable dimensión histórica.
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