Cuenca, polo de abstracción
Hace 50 años, un grupo de pintores capitaneado por Fernando Zóbel abrió Cuenca a la modernidad. El museo vuelve ahora a sus orígenes tras una remodelación
En febrero de 1966, Fraga Iribarne viajó a Cuenca para inaugurar las Casas Colgadas, recién reformadas, y cenó en el mesón que se alojaba en el mismo edificio. Al otro lado del tabique, los artistas Zóbel y Torner daban los últimos retoques al primer museo de arte abstracto de España. Se conoce que el ministro de Información y Turismo no tenía idea de tal proyecto, pero se enteró y entró a visitar las obras: había ya cuadros colgados y otros apoyados en el suelo que los pintores pusieron de inmediato mirando a la pared. No querían que aquella inopinada visita se convirtiera en una espontánea bendición del museo por parte del régimen franquista. Por lo demás, fueron tan cordiales como exigían los tiempos.
Cinco meses después, con entrada libre para los conquenses, abrió aquel insólito espacio cultural, que sorprende todavía por su vigente singularidad y su belleza, que se extiende por el abismo de los ventanales. El pequeño gran museo cumple 50 años con un espacio propio bien definido en el conjunto de las salas españolas y con la misma pretensión original: seguir siendo una joya desclasada entre los de su clase, sin olvidar que su sitio es Cuenca y que el lujo y la riqueza nada tienen que ver con el oropel.
El director de exposiciones de la Fundación Juan March resume así este último viaje del Museo de Arte Abstracto antes de soplar medio siglo de velas: “Llevábamos años queriendo encaminarlo al siglo XXI; por un lado, adaptándolo a las condiciones óptimas de preservación de las obras; por otro, lo hemos reformado para aprovechar al máximo los espacios y poder hacer tres o cuatro exposiciones temporales al año. Se recuperará obra gráfica, libros, litograbados que en los ochenta se llevaron a Madrid, y se expondrá por primera vez la biblioteca de Zóbel, extensa y valiosa”.
Manuel Fontán del Junco muestra también la sala multiusos que servirá de auditorio y de espacio de investigación y formación. El director de exposiciones guarda una pequeña guinda para el final: la cueva, una bodeguilla que también será espacio público donde se aprecia el entramado de vigas de madera matemáticamente colocadas para sostener esas casas voladas conquenses. Toda una obra de arte arquitectónica.
El museo es el alma coleccionista de Zóbel, que siempre creyó que el arte abstracto español estaba a la altura del de otros países
Pero quizá lo más interesante desde el punto de vista expositivo es que la fundación quiere retomar la idea inicial de los artistas, colocando las obras como estuvieron en un origen, desenmarcando algunas para que se aprecie el lienzo que se escapa del bastidor o liberándolas del ortopédico cristal que impide disfrutar las texturas de arpillera de Manolo Millares, por ejemplo.
Este museo es el alma coleccionista de Fernando Zóbel (Manila, 1924-Roma, 1984), un pintor de gusto exquisito y entrenado, con extensos conocimientos artísticos, “que siempre creyó que el arte abstracto español estaba a la altura de lo que se hacía en otros sitios por entonces. Y no se equivocaba atribuyendo esa valía a los artistas que aquellos años se ejercitaban al margen del régimen: Tàpies, Oteiza y Chillida ya triunfaban en las bienales de más renombre y en exposiciones propias y colectivas. También Feito o Saura, como recuerda la historiadora del arte María Bolaños en un libro de varios autores editado por la Fundación Juan March para conmemorar el 40º aniversario del museo: La ciudad abstracta. 1966: el nacimiento del Museo de Arte Abstracto Español. Los paisajes codificados de Sempere, Bonifacio Alonso, Guerrero, Mompó, Zapata y tantos otros convirtieron Cuenca en un polo del arte contemporáneo.
“Sigue siendo una referencia importantísima en el conjunto del arte español. Es una colección muy coherente y se mantiene esa espléndida relación entre el edificio, las obras que expone y el significado de Cuenca en el arte contemporáneo. Es, en ese sentido, modélico”, sostiene la doctora en Historia del Arte de la Universidad de Valladolid María Bolaños.
Esta aventura artística recala finalmente en Cuenca porque Zóbel no estuvo solo en su empeño. Conoció a Gustavo Torner, que nació allí en 1926, con el que compartía similares inquietudes culturales. Torner, que hoy vive a caballo entre Madrid y Cuenca, tenía entonces amistades en el Ayuntamiento, a quien pertenecía aquella casa gótica restaurada sin un fin determinado. En 1965 abandonó la ingeniería forestal y se dedicó en exclusiva a las artes plásticas. Él fue quien dio forma al edificio, que con los muros desnudos también merece una visita. Nadie fue más laudatorio que el director del MOMA Alfred Barr cuando lo visitó en 1967 y le estampó para siempre el marchamo de calidad: “El más bello pequeño museo del mundo”.
La Fundación Juan March quiere retomar la idea inicial de los artistas, colocando las obras como estuvieron en su inicio
Con Zóbel y Torner, el tercer vértice de este triángulo iniciático fue Gerardo Rueda. El trío encontró en Cuenca la misma magia que atrapó a escritores de todas las épocas. La ciudad era un buen ejemplo de la España sin asfaltar, una belleza agrietada y falta de una mano de pintura que encandilaba la mirada de viajeros, fotógrafos y poetas. Los artistas también encontraron en este escenario agreste y escarpado los requisitos expositivos que imperaban entonces, cierta rebeldía contra las grandes salas donde la obra se veía despojada de su intimidad, decían. En la casa colgada, cada uno de los cuadros tenía su espacio propio y el sentido completo, sin buscar un diálogo con el que está enfrente, sin más relato que el propio.
“Se ha mantenido sin adulteración ni falsa modernización, como la Fundación Miró, por ejemplo, son un trozo de la historia. La importancia de este museo radica en que está pensado por artistas, ellos lo diseñaron y lo hicieron, y eso le da personalidad”, dice la historiadora Bolaños.
Recuerda a la Casa Museo de César Manrique en Lanzarote, por poner otro ejemplo, donde la belleza también entra por las ventanas. “Sí, son esos proyectos cuyo núcleo eran los propios artistas, que consideraban que las grandes salas no eran propicias para sus obras”, señala Manuel Fontán.
Todas estas características, muy acordes con la época, que lo vincularon pronto con cierto renacer de las salas europeas —en América se habían librado del enorme paréntesis de la guerra—, le confirieron pronto relevancia internacional, más que doméstica. La siesta española apenas había salido de las muestras diocesanas y el arte sacro. En aquel país “de teleclubes, solo un 4% de los estudiantes de bachillerato había visitado un museo”, recuerda Bolaños. Y he aquí que en 1966, el 1 de julio, un notable grupo de artistas contemporáneo se fotografían alrededor de Zóbel, con las gafas de pasta y las corbatas de tira, más o menos como ahora. Quedaba inaugurado el Museo de Arte Abstracto Español, el único espacio donde apreciar obras contemporáneas que abría 365 días al año antes de que se estrenara el Reina Sofía.
“Lo hemos reformado para aprovechar al máximo los espacios y poder hacer tres o cuatro exposiciones al año”
Desde entonces, Cuenca no solo tuvo su museo, también su personaje —salvedad hecha del músico José Luis Perales—. Fernando Zóbel salía cada mañana al bar de la plaza a tomar su café con leche y cruasán. Muy temprano, se sentaba al lado del barrendero y charlaba con él. Lo recuerda con admiración el conserje del museo, Antonio Garrote Ortega, a quien el pintor ofreció ese trabajo cuando tenía 13 años. Todavía guarda la factura del uniforme azul marino con botones dorados y pantalones pitillo. El padre del muchacho era ebanista y trabajaba para los artistas; también la madre y la tía se dedicaban a tareas de limpieza. “Las primeras manos de pintura del museo en 1966 las dieron Gustavo [Torner], mi padre y mi tío, también ebanista”, recuerda el conserje.
Zóbel, que hoy da nombre a la estación del AVE que para en la ciudad, se convirtió en la cabeza visible de toda una troupe de artistas que casi podría denominarse la generación de Cuenca. “Fue una de esas ciudades vinculadas a un momento artístico, que la dinamizaron convirtiéndola en un islote en el panorama franquista. Estaban fascinados por la ciudad y el paisaje, vieron en ellos una geografía cultural específica. Eso ya no existe, fue un hecho histórico y cerrado”, sostiene Bolaños.
Zóbel murió de forma repentina en Roma en un viaje de placer con su sobrino y está enterrado en el cementerio de San Isidro de esta ciudad; también Bonifacio Alonso, Saura, Zapata. Ahí tienen otro motivo para viajar hasta allí.
Para concluir con el relato de la ciudad-museo, Manuel Fontán del Junco pone en la coctelera tres películas cuyo agitado consigue la atmósfera precisa que envolvió aquella moderna aventura: Bienvenido, Míster Marshall (Berlanga), La caza (Saura)y Amanece que no es poco (Cuerda). En las fotos, muchas, que recuerdan la inauguración de aquel museo se ve a los niños curioseando extasiados por la puerta de aquella casona que aún hoy merece un remozado exterior. Artistas y amigos trasladaban los cuadros por la calle de tierra hasta allí, como una hilera de hormigas con su avituallamiento a cuestas.
Mientras, Fraga se fumaba su puro, al otro lado del tabique, compartiendo mesa con el obispo y el alcalde.
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