De cómo Nueva York volvió a robar la idea
La ciudad vive un renacimiento artístico marcado por la ampliación de sus instituciones y su progresiva conversión en modelos cercanos al centro comercial, en una versión actualizada del museo sin muros imaginado por Malraux
Hay un punto en la historia en el que la anécdota y la realidad quedan en suspenso solo para devolvernos a la credulidad infantil de lo trivial. Ese momento pudo ocurrir dentro de un flamante museo en Nueva York, el nuevo Whitney Museum of American Art de Renzo Piano. Una gigantina estatua de cera con la imagen de Julian Schnabel vestido como si acabara de estampar sobre el lienzo toda la colección de Sèvres del Metropolitan (plate paintings) domina una de las salas del edificio. El Rambo del nuevo expresionismo lleva una mecha prendida en su cabeza. A pocas manzanas, los poderosos dealers Mary Boone y Larry Gagosian, que habían hecho del artista de Brooklyn su genio de la lámpara, exhiben mejor suerte: la galerista neoyorquina posee uno de los espacios más elegantes del barrio de Chelsea mientras que el-jefe-de-todo-aquello sigue abriendo sucursales de su galería por todo el planeta. A estas alturas de la exposición, Standing Julian (2015) se habrá fundido de cintura para arriba. El autor de la obra es el suizo Urs Fischer (Zúrich, 1973).
La presión del mercado por tener un arte al alcance de las masas ha llevado a recuperar infraestructuras y crear circuitos de galerías
La encantadora Helvetia sigue siendo un surtidor de imaginarios capaces de reemplazar los viejos órdenes jerárquicos del arte. Hace exactamente un siglo que en la barra de una vieja cervecería de Zúrich nacía el movimiento dadá. En la actualidad, los artistas más valorados de las pasarelas neoyorquinas son también zuriqueses: Peter Fischli (1952) y David Weiss (1946-2012) acaban de cerrar su retrospectiva en el Solomon R. Guggenheim, en un audaz desafío a la banalidad de Jeff Koons. El arte imprevisto de los herederos de Duchamp marca siempre un barrido. Cabaret Voltaire nació de la indignación social, en un momento en el que la I Guerra Mundial parecía que no iba a acabar nunca. Hoy, el cabaret es Nueva York y el enfoque de la tercera guerra resulta avasalladoramente mediático.
Parafraseando el título del influyente ensayo de Serge Guilbaut, De cómo Nueva York robó la idea de arte moderno (a París) (1983), la Gran Manzana ha usurpado la idea del arte nihilista a la ciudad suiza, la negación in toto. Claro que los noes del siglo XX no son los del XXI. Si el arte suizo implicaba una particular disposición del espíritu hacia el gesto y el escándalo, los manhattanitas viven hoy en la locura expeditiva de sus museos sometidos al capricho de los nuevos billonarios, que los utilizan como sus capillas sixtinas.
Un caos de monolitos de acero y cristal celebra el flujo esquizofrénico de la urbe futurista en cuyo horizonte ya se empieza a avistar un nuevo deslizamiento histórico, algo parecido a un gran Renacimiento. Esta vez, los papas son las megacorporaciones y las obras de arte los museos. La presión del mercado por tener un arte poco exigente, emotivo y al alcance de las masas ha propiciado la febril tendencia a ampliar los edificios de las colecciones más prestigiosas y su progresiva conversión en centros comerciales (el Whitney, el Metropolitan, el MOMA, la Frick Collection), así como la gentrificación de distritos (Brooklyn, Queens), creación de nuevos circuitos galerísticos (Chinatown, Lower East Side, Bowery, Meatpacking, Harlem), recuperación de antiguas infraestructuras (los más de dos kilómetros de la High Line, un mirador flotante que pespuntea Gansevoort Street hasta la calle 34 y tan versátil que funciona como gimnasio al aire libre, observatorio astronómico y rambla de estatuas vivas) y vigorización de sus ferias de arte, con el Armory Show, que recupera el podio entre las más importantes, y el gigante del entretenimiento WME-IMG al mando de la londinense Frieze.
En su horizonte de monolitos de acero y cristal ya se empieza a avistar un nuevo deslizamiento histórico, algo parecido a un gran Renacimiento
La menos americana de las ciudades americanas es también la más asiática de todo Occidente, y este cisma lo lleva hasta las últimas consecuencias con la importación de un modelo de pésima reputación: la pinacoteca como valla publicitaria, réplica high del camp de Las Vegas. Learning from New York? Para superar su obsolescencia, los museos norteamericanos gastan juntos más que 37 países de su órbita cultural. El caso más reciente es el SFMOMA, cuya ampliación ha costado 300 millones de dólares (266 millones de euros). Como si se tratara de una competición amistosa, el Museo de Arte Moderno de Nueva York afronta nada menos que su segunda expansión en una década. Hace unos días, el productor de Hollywood y coleccionista de arte David Geffen hizo pública su donación de 100 millones de dólares que servirá para financiar las obras de ampliación del santuario del arte moderno y contemporáneo más famoso del mundo. Como contrapartida, el ala oeste del edificio, que sumará 50.000 metros cuadrados, tendrá el nombre del magnate angelino. Los museos necesitan abrirse a nuevas familias y eso conlleva la renovación de sus casas para recibir más donaciones. Es la reanimación continua del museo sin muros imaginada por Malraux. Thomas Campbell, director del Metropolitan de Nueva York —otro edificio en proceso de ampliación—, declaró recientemente que era más fácil conseguir 600 millones para construir una nueva ala en el museo que 100 millones de dólares para comprar una obra maestra.
Nueva York ha dejado atrás su compacta retícula y ahora se exhibe como una constelación de miniciudades empujadas al progreso. La cuestión que surge ahora es si la única estrategia fructífera para el arte es la más trivial de todas, volver al principio del fin del arte, cerrar su círculo en una vieja cervecería donde poder articular una cultura emancipatoria con cierto margen de maniobra. Si eso no fuera posible, estaremos condenados a aprender de Nueva York.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.