Con Ragnar Lodbrok
La cuarta temporada de Vikingos tiene sobredosis de cuernos y culebrón, pero su valor merece lealtad eterna


La saga vikinga más fascinante jamás vista en televisión mantiene su vigor en la cuarta temporada y las cabezas siguen rodando a hachazo limpio como nos gusta, aunque empieza a tener más dosis de culebrón que de guerra. Ragnar Lodbrok, el rey canalla que todo lo puede y que existió realmente en el siglo IX en lo que hoy es Suecia y Dinamarca, sigue vistiendo la cota de malla antes de la batalla como Dios manda, aunque lo haga con dificultad, ya algo decrépito. Y las subtramas se han convertido en una sucesión de intrigas con más celos y desamor que sangre, que nunca falta. Pero ahí estamos.
Seremos fieles y mantendremos la lealtad jurada a Lodbrok, no teman, aunque solo sea porque nos va la vida en ello. Con él hemos aprendido a invadir Anglia y Franquia gracias a nuevos y potentes barcos de vela, a saquear conventos y a ver a las mujeres luchar con la misma destreza y fiereza que los hombres. Qué envidia. La fotografía, la realización, los paisajes, la interpretación y la antropología que muestra la serie son un valor para siempre, temporada tras temporada, y no fallaremos.
Pero los cuernos de la reina conviven ya tanto con las orgías de su amante, el voyerismo de su hija, el incesto del rey de Mercia o el sonoro deseo de la hija del rey de París que a veces nos perdemos en el culebrón. Y es importante no despistarse. Sigan el hilo que une los puntos de los hijos de Ragnar porque, en esta gran producción creada por Michael Hirst, el foco sabe crecer sobre los herederos mientras dosifica las tinieblas sobre la decadencia de Lodbrok.
El guerrero enfermo y aún todopoderoso quiere conquistar París y esta vez el tesoro verdadero no será el corazón de Franquia, sino el de su hermano. Y es que la rivalidad aciaga entre dos dueños de la misma sangre nos recuerda que las guerras más cruentas son las que se dan entre iguales. Lo seguiremos.
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