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OPINIÓN

Para qué sirve el terror

El miedo está entre nosotros, en la historia de los países, en las personas. La ficción nos enseña a creer que podemos vencerlos

Cordon Press

Morir violentamente siempre era una opción en la Lima de los ochenta. Podías salir borracho de una fiesta durante el toque de queda y caer acribillado por fusiles militares. O ir al banco justo cuando explotaba una bomba terrorista. O circular por una carretera peligrosa precisamente durante un apagón. Tu fin podía aguardarte en cualquier sitio, en el momento menos pensado.

Yo crecí ahí. Mi educación básica de supervivencia consistía en pegar cinta adhesiva en las ventanas para que no estallasen en pedazos si volaba un cartucho de dinamita cerca. También aprendí a arrojarme al suelo con la boca abierta en caso de detonación. Y, por supuesto, a llevar velas a todas partes, por si se iba la luz (especialmente a las cenas navideñas o de Nochevieja, que eran ocasiones seguras de voladura de torres eléctricas).

Sobre todo, aprendí a quedarme en el único lugar seguro: mi casa. Para evitar riesgos, lo mejor era no salir jamás. Como Internet no existía, solo gozaba de dos entretenimientos: la televisión y los libros.

Mis series televisivas favoritas eran las de suspense y terror: me encantaba Alfred Hitchcock presenta, sobre todo cuando de verdad aparecía Hitchcock presentando el capítulo. Y La dimensión desconocida, que planteaba acertijos conceptuales y giros de ciencia-ficción. Y los viernes esperaba a medianoche para ver La hora macabra.

Todos estos autores invocaban con extraordinaria potencia creativa miedos que yo conocía de cerca: la muerte, la oscuridad, la violencia

Disfrutaba las historias de miedo precisamente porque vivía con miedo, un pánico real y terrible que la ficción me permitía domesticar. El horror a mi alrededor resultaba impredecible, y para mi razonamiento de niño, incomprensible: ¿por qué reventaban casas? ¿Por qué podían dispararme? ¿Por qué apagaban la luz de la ciudad? Nada tenía una respuesta clara. En la pantalla, en cambio, todo tenía una razón de ser. Los malos y los buenos se distinguían perfectamente. Y, sobre todo, su universo era reconfortantemente falso: los monstruos eran solo personas disfrazadas. La sangre era salsa de tomate. Los espectros eran trucos de cámara. En esas historias espeluznantes, el temor desaparecía con solo apagar el televisor.

Cierta temporada, la tele transmitió las adaptaciones de Roger Corman a los cuentos de Edgar Allan Poe. Aún tengo grabados en la retina momentos de La máscara de la muerte roja, El cuervo o El gato negro, protagonizados por la mirada fría pero desesperada de Vincent Price. Esas historias tenían un punto de elegante locura que nunca había visto en las series. Y todas iban firmadas por un escritor. Hasta ese día, mis lecturas se repartían entre policiales de Agatha Christie y aventuras de Emilio Salgari. Pero Edgar Allan Poe me enseñó que los libros también podían hacerte temblar.

Después de Poe, busqué como un adicto a otros autores del género. Me hechizaron las historias de fantasmas de Rulfo, en cuyo universo todos los personajes están muertos. La novela gótica Aura, de Carlos Fuentes, que me obligó a dormir una noche con la luz encendida. Los cuentos de Bestiario, de Julio Cortázar, que, por cierto, había sido traductor de Poe. Y más adelante, los thrillers políticos de Mario Vargas Llosa, como La Fiesta del Chivo o Lituma en los Andes.

Todos estos autores invocaban con extraordinaria potencia creativa miedos que yo conocía de cerca: la muerte, la oscuridad, la violencia. Porque el miedo está siempre entre nosotros, solo que los fantasmas y los monstruos no se hallan en lo sobrenatural, sino en la historia de los países y en el corazón de las personas. La ficción nos enseña a creer que podemos vencerlos.

Ilustración de Eduardo Estrada.
Ilustración de Eduardo Estrada.

Santiago Roncagliolo es autor de La noche de los alfileres, editado recientemente por Alfaguara.

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