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Curioso

Como pintor, Alberto Savinio estuvo próximo al mundo de su genial hermano, inspirador del surrealismo, pero desarrolló un estilo propio

'La ciudad de las promesas', de Alberto Savinio.
'La ciudad de las promesas', de Alberto Savinio.

Así, con este aire de invocación homérica, Contad, hombres, vuestra historia (Acantilado), tituló Alberto Savinio, seudónimo razonable de quien se llamaba Andrea de Chirico (Atenas, 1891-Roma, 1952), un libro singular de biografías, cuyo patrón común consiste en que los por él invocados-evocados son todos artistas de los géneros más diversos. Tres años menor que el célebre pintor Giorgio de Chirico (1888-1978), su hermano, como éste también Savinio se dedicó a la pintura, pero, en su caso, con brillantes incursiones en la música y la literatura. Con un estilo tragicómico, “entre la ópera y la opereta”, Savinio desgrana, en efecto, un ramillete de personajes históricos contemporáneos, salvo Stradivarius y Nostradamus, entre los que se encuentran poetas, novelistas, músicos, bailarines, artistas plásticos, un torero y un astrólogo-profeta.

Como pintor, Savinio estuvo próximo al mundo de su genial hermano, inspirador del surrealismo, cuando este movimiento crucial del siglo XX estaba fraguándose, pero desarrolló un estilo propio que acabó por calificarse como “metafísico”, con no pocas notas románticas de estirpe germánica, puestas, no obstante, al servicio de un imaginario heleno de ensoñación clásica. En este mismo venero, Savinio compuso su multifacética obra, en la que se entremezclan lo onírico con una cierta inclinación por lo absurdo, moteada por un humor socarrón ante la desmesura y lo grotesco del atribulado ser humano rampante, cuando campa por los respetos de su alocada interioridad, sin atender a razones.

En este sentido, es muy interesante, dentro del grupo de los artistas y lunáticos efigiados en el libro que comentamos, lo que escribió Savinio del pintor suizogermánico Arnold Böcklin (1827-1901) y del escultor napolitano Vincenzo Gemito (1852-1929), dos formidables artistas condenados al ostracismo por la crítica vulgar de vanguardia. Es cierto que el primero ha gozado, durante las últimas décadas, de una cierta reivindicación, pero el segundo, conocido en su época como il pazzo, el “loco”, porque a decir verdad estaba como una cabra y era un “caprichoso”, todo apunta a que ha de esperar no se sabe cuánto para obtener el debido reconocimiento. Son los gajes de lo que el sabio Juan de Mairena decía, en la pluma de Antonio Machado, de los creadores verdaderamente originales: que rescataban el legado de su momento histórico para inmortalizarlo, una pretensión que consume varias generaciones.

Böcklin, autor de ese trío de obras impresionantes: La isla de los muertos, Autorretrato con la muerte y El ermitaño violinista, pasó la mayor parte de su vida en Italia soñando con ínsulas melancólicas, a pesar de su sensual glotonería rubensiana, punteada con ávidos faunos, volátiles tritones y peligrosas sirenas en busca de engullir carne fresca de mortales. Savinio comprendió esa paradoja con sus agudos espéculos de admirador de la fatalidad del destino y develador de arquetipos. Reconoció estos estigmas intempestivos en el voluptuoso animal que era el pintor germánico, pero también en el agudo dibujante y modelador napolitano, cuyos refinados matices, siempre en pos de los sutiles pliegues de la veleidosa existencia, no parecen saciarse. Ante estos dos extremos se pasma Savinio, que, un poco suspirando, no pudo poner mejor coda al arte que la siguiente: “¡Es curioso! Los más grandes artistas suelen ser del tipo creador, y a mayor genialidad del artista, más fácilmente pueden ser vulgarizadas, tergiversadas y ridiculizadas, más que él mismo, su obra y su esencia”.

Desarrolló un estilo propio que acabó por calificarse como “metafísico”, con no pocas notas románticas de estirpe germánica

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