La muerte según Warhol
Las 'Sombras' de Andy Warhol visitan el Guggenheim de Bilbao, y nadie deberías perdérselas
Entrar en las salas de la Dia Beacon Foundation de Nueva York y encontrarse frente a frente con las Sombras de Andy Warhol —una de las piezas más extraordinarias del artista, realizada en 1978-79, coincidiendo con su cincuenta cumpleaños y tras un periodo de relativo silencio— era una experiencia indescriptible, de una belleza rara, de una intensidad que atrapaba a los espectadores en cierta sensación oceánica, fruto de los más de cien lienzos serigrafiados. Aunque sería tal vez más preciso hablar de una espiritualidad próxima a las impresiones que la capilla de Rothko en Texas despierta en quien tiene la fortuna de visitarla: encontrarse a uno mismo reflejado en las paredes azuladas, enfrentar los huecos que la vida va dejando a su paso. Y el tiempo.
Las ‘Sombras’, que visitan ahora el Guggenheim de Bilbao, no presentan solo al Warhol más monumental: apelan a ese vacío que sitia su obra
Como ocurre con la capilla de Houston, el fabuloso trabajo de Warhol ocupaba majestuoso el espacio de las salas y los espacios del cerebro del visitante. Era un poco destellos del recuerdo, rasgones en el deseo, fantasmas que acechan y reconfortan, esquina impertinente de un relato de Sheridan Le Fanu; silencio a gritos; almas puestas al desnudo, sobre todo estados de ánimo que desvelaban a ese Warhol contradictorio y brillante que a veces se traviste de Campbell o de Brillo para ocultarse frente a aquellos incapaces de ver más allá de sus narices.
Entonces emergía con fuerza la paradoja deslumbrante del artista que había tomado el título —y hasta cierto punto la idea— del personaje de la cultura popular aparecido en 1930, la Sombra. Desarrollaría el concepto en algunos autorretratos de esas mismas fechas para hablar del espacio deslizado que a cada paso le intriga y que experimenta también entre sus “pinturas” figurativas, donde por otro lado nunca hay sombras. Warhol es seguramente abstracciones, conceptos, juegos de manos, malabarismos imposibles de descifrar: cuando creíamos haberlo atrapado se nos escurre de nuevo.
Y luego está la muerte, claro, que a cada paso bordea y desborda el trabajo de Warhol; que se le acerca sigilosa en ese cincuenta cumpleaños, tras haber sobrevivido al terrible atentado de Valerie Solanas, el disparo ocurrido diez años antes, en 1968. Esas Sombras custodian, de hecho, una especie de angustia punzante; una suerte de terror, de peligro insidioso que obliga a leer de nuevo el resto de la producción del artista, quizás porque las Sombras no presentan sólo al Warhol más monumental: apelan a ese vacío que con frecuencia sitia su obra, esa falta que habla de lo traumático de la experiencia visual en la modernidad más radical y de las hendiduras que va sembrando a su paso; oquedades de una muerte a la cual regresa Warhol con frecuencia, territorio de una ausencia dolorosa que no es, seguro, sino la ausencia de uno mismo. Faltar(se).
“La cosa más embarazosa que te puede pasar en esta vida es morirte, porque alguien tiene que ocuparse de todos los detalles: del cuerpo, de organizar el entierro, elegir el ataúd, el funeral, el cementerio, la ropa que vas a llevar y buscar a la persona que se encargue del arreglo y del maquillaje. Te gustaría ayudar, y hasta te gustaría ocuparte en persona de la mayoría de las cosas, pero estás muerto y no puedes. El caso es que te has pasado la vida tratando de ganar el suficiente dinero para cuidar de ti mismo y no molestar a nadie con tus problemas y al final acabas echando el peor problema a la espalda de otra persona”, escribe en América (1985). Ahora las Sombras visitan el Guggenheim de Bilbao y nadie deberías perdérselas.
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